publicado en REVISTA EL MALPENSANTE
Intro: El final
El pasado 11 de noviembre, mientras orinaba, que es la primera cosa que un hombre de mi edad tiene que hacer en la mañana, escuché un grito de Ana desde la habitación. “Se murió el Abuelo”. No se refería a los suyos, que ya se habían muerto, sino al que llamábamos así para evitar la solemnidad de palabras como “sabio”, “guía”, “maestro” o “profeta”. El mensaje le había llegado por WhatsApp, enviado por un amigo del que alguna vez estuvo enamorada. Cuando salí del baño (detener el chorro es la última cosa que un hombre de mi edad puede hacer en la mañana) ya lo había confirmado en la página de la bbc. Nos habíamos acostado tarde, hablando de nombres para ponerle al niño que llegaría a finales de diciembre.
La famosa frase de Lou Reed: “Tenemos la suerte de estar vivos al mismo tiempo que Leonard Cohen”, había dejado de ser cierta.
Parte I: El fanático
Como la mayoría de los de mi generación, conocí la música de Leonard Cohen por dos caminos diferentes y, veintitrés años después (lo que habla de lo vieja que se ha vuelto mi generación), me es imposible decir cuál de los dos fue primero. Tanto el Unplugged in New York de Nirvana como Asesinos por naturaleza, el filme de Oliver Stone, aparecieron en el otoño de 1994. El disco retomaba una canción de In Utero en la que Cobain pedía “un más allá de Leonard Cohen para poder suspirar eternamente”. La película abría y cerraba con dos canciones de Cohen: “Waiting for the Miracle” y “The Future”, ambas tan oscuras que hacían que las demás sonaran como villancicos. El resto de la banda sonora incluía a Nine Inch Nails, Marilyn Manson, Diamanda Galás y Rage Against the Machine.
Me quedé con esas canciones sin volver a pensar en Cohen durante los siguientes diez años, en los que haciéndole un respetuoso duelo a Cobain me negué a escuchar cualquier música nueva y al mismo tiempo me la pasé metido con la santísima trinidad de Jim, Jimi y Janis. Cohen volvió a aparecérseme en agosto del 2001 en una discotienda de Truckee, California, donde tenían una copia de Songs , su primer álbum, “One Of Us Cannot Be Wrong” y “Stories of The Street” con sus referencias a suicidio, crucifijos, hexagramas y sacrificios rituales no se quedaban atrás frente a las mujeres destripadas y los “poetastros piojosos queriendo sonar como Charlie Manson” de las canciones que Oliver Stone había utilizado en su película. Yo estaba escuchando el disco día y noche en la época en la que se cayeron las Torres Gemelas y durante los años que siguieron vi a Cohen como una especie de Nostradamus que había cantado antes de tiempo los tiempos oscuros que nos estaba tocando vivir.
La siguiente vez que vi uno de sus álbumes fue en el 2004 en el Tower Records del Centro Comercial Andino. Acababa de terminar la carrera de ingeniero y me ganaba la vida como profesor de literatura en un colegio de Bucaramanga, mientras mi novia de la época insistía en que la siguiera en su aventura de buscar trabajo en la capital. Viviendo en la casa materna el sueldo de profesor de colegio era suficiente hasta para cenar en el Andino, pero cenar en el Andino Y comprar un disco EN el Tower Records, yo que siempre fui tan de la 19 era un hueco grande en el presupuesto. Esa noche pagué por las dos cosas y me sentí por primera vez un adulto financieramente independiente, cosa que no ha vuelto a pasarme desde entonces.
El disco era la compilación More Best of Leonard Cohen, que aún creo no tiene traducción más precisa que Lo más mejor de Leonard Cohen. Aparte de “The Future” que yo ya conocía, el álbum reunía muchas de los temas más (aquí me maté horas buscando una palabra que no fuera “alegres” y nunca la encontré) de Cohen, pero incluso las canciones más fiesteras como “Closing Time” y “Dance Me To The End of Love” estaban marcadas por una oscuridad que la voz de Cohen volvía más profunda pero que sobrevivía incluso sin ella. Yo había crecido con la convicción de que las letras del rock eran per se literatura y a partir de Cohen me daba cuenta que son poquísimos los casos en los que la letra sobrevive sin música y sobre todo que Cohen era tal vez el único artista en el que eso pasaba con todo lo que escribía. A partir de esa certeza me fui convirtiendo en fan. En el 2006, ya había comprado Ten New Songs y Songs From A Room. De ahí me viene el recuerdo doble de escuchar sin parar “Tonight Will Be Fine” atravesando en buseta con el hambre de un freelance debutante que espera conseguir una visa para viajar a Francia a reunirse con la mujer que ahora quiere que la siga en su aventura europea y de la que (no hay manera de saberlo) se separará al año siguiente con el fondo musical de “Alexandra Leaving”. No creo nunca haber escuchado las canciones de Cohen en un bar, pero en mi cabeza suenan tanto. En Cuba cada imagen de Castro, no hay tantas como uno cree, me hacia tararear “Field Commander Cohen”. En Francia, con cada estatua de Juana de Arco, me viene la historia que cantó Cohen sobre el matrimonio entre el fuego y la Doncella de Orléans y con la melodía me llega una erección. Gracias a Cohen las estatuas de Juana con más un ardiente objeto de deseo que un símbolo del que se apropiaron a las malas los ultraderechistas del Frente Nacional y no es sino que alguien mencione la Resistencia francesa contra la ocupación nazi para que en mi cabeza me ponga a tararear “The Partisan”. Cada vez que he estado en una de las posiciones posibles de un triángulo amoroso sé que recordaré la situación años después carta vez que escuche esa carta de amor cantada firmada “Sinceramente, L. Cohen” y en cada conflicto doméstico me dan ganas de decir “Te dije cuando vine que era un extranjero”, “Intenté dejarte pero cada mañana me despierto junto a ti” o “¿Era esto lo que quería, vivir en una casa habitada por tu fantasma y el mío?”
Y luego están los amores, en la acepción amplía del término. Está esa Nancy que siempre quise creer ( y ella también) que se llamaba así en homenaje en la canción y una Susana que amé, y una Mariana a la que le dije “Hasta Pronto”. Están algunas bailarinas que amaban “Dance me to The End Of Love”y una mujer que descubrió la inédita “Store Room” antes que cualquier otra persona en el mundo y que me cantaba “Ese ruido son los vecinos que hacen el amor” porque sabía que eso pensaban de nuestros ruidos los que estaban del otro lado de la pared. Estoy yo, del otro lado de la pared, testigo auditivo del encuentro de su mujer con un, con otro, amante como en “Paper Thin Hotel”.
Parte II : El periodista
La estafa más feliz en la historia de la industria musical es la de Kelley Lynch a Cohen durante los años en los que el cantautor vivió como monje budista bajo la tutela de Joshu Sasaki en las montañas de California. En el 2008, despojado de toda su fortuna, Cohen se vio obligado a regresar a los escenarios para tener de que vivir el resto de su vida. Las boletas tenían precios coherentes con el noble propósito y aún así se vendían rápido. Fue por eso que me vi obligado a recurrir a una mezquina estrategia de aproximación que me había funcionado varias veces y que consiste, ante un músico que no da entrevistas, en acercarse a sus músicos con la excusa, a veces bienintencionada, de contar la vida de la gira. El baterista de Cohen tenía raíces mexicanas, lo que hacía de él (por baterista y por mexicano) doblemente buena persona. Rafael Bernardo Gayol me pasó el contacto del saxofonista Dino Soldo. Dino me dio el teléfono del bajista Roscoe Beck que había estado con Cohen desde los finales de los setenta. El día en que toda la banda llegó a París, me encontré en el vestíbulo del hotel a las coristas Charlie y Hattie Webb y con el guitarista español Javier Mas y terminamos tomando cervezas en un bar cercano.
Yo sabía que a fuerza de andar pegado a la banda iba a terminar cruzándome con Cohen. Tenía mi grabadora preparada para que bastara oprimir un botón y en mi libreta mis apuntes trabajados durante meses y sin embargo cuando al girar en un corredor me encontré de frente con Cohen no le solté dos preguntas idiotas sobre los músicos con los que estaba trabajando. Lo dirán todos los que tuvieron la suerte de abordarlo como periodistas; Cohen tenía la gracia y la diplomacia de dar respuestas brillantes incluso a las preguntas más torpes.
«¿Conoces todos los sentidos que puede tener la palabra virtuoso?» me dice Cohen «Tiene que ver con la virtuosidad, ese habilidad musical que sobrepasa la técnica, pero tiene que ver también con la virtud. Mis músicos son virtuosos más allá de todo lo que puede decir esa palabra».
Cada una de las tardes de su temporada en el Olympia de París, Cohen y su banda ensayaron durante una hora y media. Cohen era el primero en salir de su camerino y mientras los demás aparecían se ponía a hablar en francés con las personas que trabajaban en el aseo y mantenimiento de la sala de espectáculos. Yo me había incrustado al punto de que la gente de vigilancia me dejaba pasar. Como nunca estuvimos en una entrevista formal con frecuencia era él quién preguntaba primero. Sobre la vida en París o sobre Colombia. Sobre ser extranjero, algo que él entendía bien “En Montreal era imposible darse a conocer si uno no escribía en francés. Pensé en viajar a Toronto, pero allí había un círculo ya muy establecido de jóvenes poetas que escribían en inglés. Entonces elegí Nueva York” me dijo alguna vez.
Otro de sus exilios escogidos fue en la Isla griega de Hydra “La energía era un lujo en ese lugar, pero ya se veían los primeros cables sobre las calles. De la imagen de los pájaros en esos cables salió la letra de ‘Bird on a Wire’, pero entre el día en que se me ocurrió la idea y el día en que terminé la letra pudieron pasar ocho años”.
En esos intercambios que duraban el tiempo que tardaban los demás músicos en aparecer para los ensayos diarios, Cohen me contó que no se pondría a pensar en sacar un nuevo disco hasta que no terminara la gira, pero que junto a Roscoe había avanzado en dos canciones que llamaría ““Born In Chains” y “Lulla Bye” . Cuando me explicaba el juego de palabras con “Bye” lo hacía con un entusiasmo de niño. La gira llevaba en ese entonces cinco meses y Cohen insistía en en poner a punto una cantidad de detalles. Cuando algo no le sonaba durante el ensayo, hacía una seña a Roscoe. Lo discutían luego entre todos, así el detalle fuera el cambio de un verso o una idea para las sobrias coreografías de las coristas. Tras el ensayo Cohen siempre parecía más grave: el juego terminaba y a pesar de que la palabra “solemnidad” le quedaría tan mal puesta como “melancoliá”. Había que prepararse para la ceremonía. En los camerinos continuaba el agite de los maquilladores y los técnicos y el vino, pero luego de una comida ligera no se lo veía más antes del llamado para subir a escena. Entonces, cuando él salía, un vaso en la mano con un liquido rojo, sus músicos lo seguían como en una procesión, las coristas entonando un canto que sonaba como la versión femenina de los cantos de los monjes ortodoxos. A diferencia de otras bandas en las que los instrumentos introducen al vocalista principal, Cohen subía primero para saludar y agradecer al público. Lo hacía varias veces durante las más de tres horas que duraba el espectáculo, a veces incluso de rodillas. Por que todos sus cantos eran como plegarias, por respeto a los que habían pagado para verlo, pero también por fatiga. Cuando llegaba la hora de “If It Be Your Will”, la dejaba a cargo de las hermanas Webb.
“Esa canción es casi sagrada para mí” dijo “escucharla en las voces de Charley y Hattie me ayuda a mantenerse en un cierto estado espiritual en el punto del concierto en el que de verdad lo necesito”.
Ese era el punto del espectáculo en el que bajaba por la parte trasera del escenario con el aire de quien parece que no va a poder volver y esa fatiga era todavía más notoria en su segunda salida cuando dejaba a la banda para un largo puente instrumental. Lo hacía en las canciones más rápidas “The Future”, “I’m your Man” o “Dance Me To The End Of Love” y entonces daba salticos o bailaba justo hasta el momento de pasar la puerta. Luego era como si toda esa vitalidad desapareciera y Cohen casi arrastraba los pies. Al final, tras “Closing Time”, su road manager lo esperaba para servirle de apoyo, como si la figura inmensa se hubiera ido empequeñeciendo a lo largo del concierto. La devoción al público no le bastaba para mantenerse de pie todo el tiempo (todo ese tiempo) que duraban los aplausos de esa gente que había ido a verlo convencidos de que la oportunidad no se repetiría.
Parte III Ana
La gira se extendió cinco años más y llegó a contar 189 conciertos. Old Ideas apareción en agosto del 2012 sin “Born In Chains” y con “Lulla bye” transformado en (simplemente) “Lullaby” perdiendo el juego de palabras que tanto parecía gustarle a Cohen años atrás. Durante ese periodo conocí a Ana. Ella tenía una idea romántica de los periodistas freelance y yo tenía una idea romántica de las profesoras de literatura inglesa. Me invité a su casa la segunda vez que salimos. Vivía en un estudio en Ivry, uno de los suburbios obreros de París. Como lo quiere la tradición de estos tiempos en los que ya no existen los discos compactos y menos para los inmigrantes que no tienen dónde acomodarlos, me puse a esculcar la música en su computador. Tenía una carpeta marcada Cohen, que se desplegó en los doce álbumes publicados por ese entonces, incluyendo una decena de canciones que no conocía. Esa noche puso “Light As The Breeze”
“¿Te conté que Cohen me dejó quedarme para el ensayo y sentarme en la parte trasera del escenario y que tocaron ‘Heart With No Companion’ conmigo como único espectador en las dos mil sillas del Olympia?” le dije, imaginando que eso iba a impresionarla. Nos fuimos a vivir junto un año después.
La tercera vez que la banda pasó por París en esa gira interminable fue el 28 de septiembre del 2012. Yo estaba en la lavandería comunal cuando me sonó el celular con un número extranjero. “Hola Ricardo, soy Rafael, el baterista. Tocamos hoy en el Olympia. Quisiera tener dos boletas para regalártelas pero apenas me dieron una”
Yo me sentí puro, explícito invencible con las bolsas llenas de ropa húmeda en el momento de decirle a Ana que había que salir corriendo al Olympia. La acompañé hasta la entrada de servicio, por la que se bajaba por un ascensor hasta los camerinos. Cuando la puerta se abrió, Cohen estaba allí junto a un guardia de seguridad.
“Quieres un café” preguntó en francés.
La manera en la que Cohen lo dice hace que la frase no suene menos profunda que “Me sentenciaron a diez años de aburrimiento por tratar de cambiar el sistema desde el interior. Ahora regreso para darles lo que se merecen, primero tomamos Manhattan. Luego tomamos Berlín”
“¿Qué le dijiste?”
“Nada. Uno no puede decir nada luego de una voz como esa”.
Yo pensaba que esa gira no iba a detenerse nunca más. A Cohen la energía le duró para otros cuatro álbumes, dos de estudio y dos en vivo. Ana y yo nos casamos seis años después. Llevábamos pulseras con una versión alterada del United Heart que Cohen usó como logo para su banda. Habíamos decidido que “I’m your Man” valía más que cualquier discurso y que que “Dance Me To The End Of Love” sería la canción que abriría el baile con los amigos, pero estábamos demasiado nerviosos y demasiado ebrios como para recordarlo.
Parte IV El luto
La tercera reacción, luego del abrazo y la chillada, fue sacar el teléfono del modo avión. Se dirá del año en el que murió Bowie, la paz perdió el voto popular, Inglaterra salió de la Unión Europea y Trump llegó a la presidencia, que fue también aquel en el que adquirimos el instinto de saltar a las redes sociales como gesto de supervivencia tras una mala noticia. Facebook y Twitter cumplen bien ese papel de droga de choque para distraer el cerebro durante los minutos que tome aceptar la nueva realidad recién trastornada. Los dos primeros mensajes personales que tenía eran de Z. y de un exalumno que ahora trabaja en El Colombiano, luego había decenas más. Tantos como no había recibido desde la muerte de Olimpo López, el creador de Chocoramo. Ninguno se parecía a la “condolencia automática” habitual. Tampoco lo eran los tributos espontáneos que llenaban internet: una frase, un compartido de los epitafios en los diarios del mundo, un enlace a Youtube, que rara vez llevaba a “Hallelujah” o “Suzanne”, los dos únicos grandes hits de Cohen. La originalidad como un prueba más de que, aunque los admiradores de Cohen no eran millones y difícilmente formaban una comunidad, sentían frente a la desaparición de ese gran vocero de los solitarios una tristeza compartida que tenían que sacarse de alguna manera.
“¿Tú crees que harán algo en la Embajada de Canadá?” preguntó Ana.
Había imaginado muchas veces cómo sería el día de la muerte de Leonard Cohen. Después del llanto, íbamos a llamar a Mario. Mario conocía tan bien como nosotros las canciones y poemas y hace un año nos regaló un vinilo de Recent Songs que aunque no tengamos tornamesa, adorna nuestra biblioteca. Nos encontraríamos en la noche. No importaría lo que tuviéramos que hacer, toda compromiso social, antisocial incluso, sería anulado de facto. Escucharíamos la discografía completa. Leeríamos el “Pequeño Vals Vienés” de Lorca y “El Dios abandona a Antonio” de Cavafis. Beberíamos toda la noche. Un trío perfecto . Como en Beautiful Losers. Como en “Famous Blue Raincoat”
“Estoy de fin de semana en Borgoña” contestó Mario por mensaje de texto y el fin de semana siguiente estaría en Roma.
Yo sabía que si pudiera habría regresado corriendo, que se lamentaba de haberse ido justo para ese momento. No podía saberlo. En su última entrevista Cohen había dicho que “esperaba vivir por siempre”,desmintiendo así sus declaraciones de la penúltima “Estoy listo para morirme”.
Su muerte desmintió las dos cosas.
El homenaje a Cohen será mañana. Es difícil reclutar gente que conozca bien a Cohen, pero las redes sociales dan para todo. Habrá una escritora uruguaya (toda uruguaya en París es un espejo de la Maga, Cortázar nos jodió). Estará un activista pro-migrantes que Ana encuentra guapísimo. Una trabajadora social que fue en otra vida mecánica de la FAC y renunció harta de que todo el tiempo hubiera que “cargar” los aviones. Y su hija. Vendrá una franco-americana, llena de tatuajes que hace dos años se quemó muy grave realizando un ritual de magia sexual. Un arquitecto de barcos, que conocí en las catacumbas de París me llevó a la parte en la que se puede gatear sobre decenas miles de esqueletos. Una manizalita feminista, cineasta, bebedora tranquila. Y otro feminista, argelina, anti colonial, rockera , también que me invita cada martes a un grupo de lectura marxista como los que lanzan la acción en la segunda escena de QUE VIVA LA MUSICA.
A la media noche voy a lanzar esta proposición “Vamos a votar cómo le vamos a poner al niño”
Y estoy convencido de que LEONARD va a ganar. Todo lo tengo perfectamente planeado.
“Dance Me To The End of Love” es de las mejores canciones que he escuchado en la vida…¡Qué grande L.C.!
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