Ayer, o tal vez antier, o o el día antes de antier (las fechas no tienen importancia para los muertos) Dios llamó a su lado a Charles Manson. Cantante mediocre y guitarrista todavía más mediocre, Manson fue en cambio uno de los mejores asesinos en serie del siglo XX. Convencido de recibir instrucciones en clave escondidas en las canciones de Los Beatles, Manson, armó una pandilla-secta a la que llamó “La Familia” (nada original, toda familia es una secta) que cometió siete asesinatos con las esperanza de iniciar una guerra racial entre negros y blancos, tras la cual él mismo reinaría sobre los sobrevivientes.
Todo esto se lo cuento si usted no es uno de esas personas que pasan el tiempo perdidas en los meandros de la cultura popular americana (un metalero o rockero o una cineasta de esas que escarban referencias) Si lo es, tal vez yo lo sabía. Axl Rose solía presentarse llevando una camiseta con la cara de Manson, Marilyn Manson le robó el apellido para darse una identidad artístico-macabra. No lo hicieron tanto por una admiración ciega, sino porque Manson (Charles) y su secta y los crímenes que cometieron representaron al mismo tiempo el auge y el comienzo del ocaso de la cultura hippie de los sesenta. Fue por esa misma razón que en su canción “The Future” Leonard Cohen imaginó como anuncio del Apocalipsis hordas de “poeticas piojosos que aparecerán tratando de sonar como Charles Manson”.
Pero si Manson me simpatiza y me dan ganas de decir #JeSuisCharlieManson no es (sólo) por todas esas referencias en la música que adoro, sino porque no sólo tuvo que cargar con sus propios pecados, sino soportar el peso de los de la sociedad enterita. Y esto tanto antes de su captura como en los cuarenta y seis años que pasó en la cárcel.
Antes de su captura porque Manson, como la mayoría de los asesinos en serie, es más una víctima de la comunidad que su verdugo. Abusado sexualmente desde niño y habiendo pasado toda su adolescencia en prisiones juveniles, su vida prueba no sólo el fracaso de una sociedad incapaz de proteger a sus niños sino del principio mismo del sistema penitenciario, que no rehabilita sino que degenera, que recibe infractores para entregar criminales y criminales para entregar “monstruos”.
Sus acciones por su parte, nunca representaron una amenaza para el status quo excepto porque su figura se convirtió en un símbolo de lo más bajo a lo que podía llegarse y así ayudó a consolidar las dinámicas de represión contra lo que él NO representaba pero al establecimiento le convendría que hubiera representado: el amor libre, las nuevas estructuras de clan y de familia, la sicodelia y el desprecio a los valores de dinero y celebridad que, como promesas, son la columna vertebral que sostiene el capitalismo y sobre todo en Estados Unidos.
Chivos expiatorios más que mártires, los asesinos en serie se convierten en los receptores de la ira de la comunidad. Ira inútil porque de nada sirve la venganza y la rehabilitación rara vez es posible, y sobre todo ira desperdiciada porque debería dirigirse contra los líderes y beneficiarios del sistema de competencia salvaje y belleza plástica que da origen a los asesinos y no contra los asesinos que produce.
Ahí está la paradoja, a pesar de que según nuestra idea moderna de justicia el “loco” no es consciente de lo que hace y por tanto es inimputable , se condena (no sólo judicialmente sino con toda la rabia del odio popular) al psicópata por una serie de actos bárbaros, mientras no se cuestiona el actuar de los líderes, lucidos, preparados, asesorados con todas las herramientas de discernimiento que dan el poder y la formación, que instigan y planean al detalle acciones mil veces más grandes en magnitud y mil veces más escabrosas.
Desde su detención hasta el día de su muerte (y brille para él la luz perpetúa) Manson sirvió como parrarayos del odio que debía dirigirse hacia los Bush y Reagan y Wolfowitz y Cheney, responsables, ellos sí RESPONSABLES, de decenas de miles de muertes alrededor del mundo y de la degradación de la vida de los estadounidenses.
Y sobre todo la existencia de Manson hizo que la gente olvidara los pecados de quien merece el verdadero título de Gran Asesino de los Sesenta y los Setenta : Henry Kissinger.
Es por eso que sino mi simpatía al menos mi lástima están con el desequilibrado Manson: no puede hablarse de justicia en un mundo en el que Manson pasó casi toda su vida en la cárcel, mientras Kissinger, antisemita a pesar de ser de origen judío, estratega de la escalada de la guerra en Vietnam, del golpe de Estado en Chile y de la Operación Condor, de la Invasión de Timor Oriental y de las intervenciones militares contra gobiernos democráticos en Centroámerica, morirá, ojalá pronto, en toda tranquilidad, libre y bien pensionado.
Y lo mismo pasa en mi tierra, seguimos desfogando nuestra ira contra el demente Garavito mientras el cuerdo y calculador Señor U sigue libre y se prepara para decirnos quién debe ser nuestro próximo presidente.