Requisas
Esperábamos con Luz en la fila de requisa para entrar a almorzar en el Cnit, un centro comercial en La Defensa, el suburbio favorito de las multinacionales para sus sedes francesas. “Hace unos días se escucharon dos explosiones a la hora del almuerzo”, dijo Luz. “Tras la primera todos quedaron en silencio. Tras la segunda, todos se fueron levantando despacito y salieron sin hacer ruido”.
Vengo de Colombia, un país donde si algo suena como una bomba uno piensa que es una bomba y si algo suena como un tiro es muy posible que sea un tiro. Pero en París el viernes 13 de noviembre, cuando lo que sonó fueron bombas y disparos, la gente pensó que era un auto que se estrellaba o un accidente industrial. Con el despertar a la realidad de esos ruidos, vinieron los vigilantes, que solo existían en los supermercados, y junto a ellos las requisas. Para entrar a un almacén de zapatos es necesario mostrar los morrales. Para visitar una exposición hay que abrirse el abrigo. Para ingresar a una oficina estatal, toca sacar el computador como en los aeropuertos. Sin embargo, la gente espera con paciencia y le regala al vigilante un sincero “Mucha suerte con el trabajo”. Con la misma tranquilidad se viven los retrasos en el metro. El anuncio de “avise si ve un paquete sospechoso” ya existía pero nadie iba a ponerse a avisar sabiendo que eso significaría una evacuación. Ahora se avisa y se espera a la policía mientras se habla con el desconocido de al lado.
En el restaurante, uno de comida orgánica, las voces se mezclan para formar el ruido de las salas llenas. Y es de los atentados que habla la gente.
Cerveza barata
Para mi primera cerveza después de lo que pasó, esperé a Inna y Agnès a la salida de una conferencia sobre el performance en Rusia. El bar estaba lleno. También la “terraza” (esa extensión natural de mesas en los andenes indispensable en los minúsculos bares parisinos). Yo llevaba seis días no solo de seguir las noticias sino de escribirlas, de escuchar las historias de los testigos. A la cabeza me volvía ese charco rojo, todavía brillante, junto a un buzón en la esquina del Bataclan. Evitamos el tema durante dos pintas. En la tercera, Agnès contó que una amiga estaba en un bar cuando alguien entró diciendo: “Ahí vienen, ahí vienen”. Volaron vasos y rodaron mesas, pero el ruido era de unos adolescentes tirando pólvora. “Solo que como era tan cerca de République, todo el mundo pensó que estaba pasando otra vez”.
Varias veces escuché en los medios internacionales hablar sobre el sector de los ataques como una zona exclusiva y comercial, una especie de Zona Rosa bogotana. Pero en République no hay tiendas de marca ni restaurantes elegantes, sino más bien una mezcla de negocios hipster con barcitos de barrio, que se vuelven más humildes a medida que se avanza hacia Belleville. El resultado es esa mezcla de culturas que marca todo el este de París. Por eso todo el mundo estaba a un grado de separación (un amigo de un amigo en Facebook) de alguien que estaba en La Belle Équipe o en el Bataclan o en Le Carillon esa noche.
Ese era el punto. Si Inna había acatado hasta entonces el toque de queda impuesto por sus padres, que viven en Ucrania a 200 kilómetros del frente de guerra, era porque aceptábamos que París se había vuelto peligroso y no solo por lo que pasó sino por dónde había pasado. Los atentados de enero en Charlie Hebdo y días después en un supermercado kosher, tenían blancos definidos, y por eso aunque la sociedad francesa sufrió una brutal pérdida de la inocencia, sería exagerado hablar de un trauma colectivo. Como en una versión actualizada del sermón de Martin Niemöller, “primero vinieron por los caricaturistas blasfemos pero yo no era caricaturista blasfemo, luego vinieron por los judíos pero yo no era judío…”. Y con lo macabro que pueda sonar, la gente, incluso los servicios de inteligencia, pensaba que habría de seguir un “después vinieron por los turistas, pero yo no era turista”. Por eso las patrullas militares se concentraron en lugares como los aeropuertos, las estaciones de tren, los Campos Elíseos y aquella famosa torre.
Pero después vinieron por los que se tomaban una cerveza a la salida del trabajo.
Ahora frente a Le Carillon hay un espeso tapete de flores y velas y dibujos y ejemplares de las últimas ediciones de Charlie Hebdo. En uno de ellos hay un tipo al que la champaña que toma se le sale por los huecos de las balas. Esa es la actitud predominante, no reírse de lo que pasó (no hay manera de hacerlo), pero tampoco dejar de recurrir al humor negro, descarado y cínico, para seguir viviendo. Para seguir bebiendo.
“Confiesen que cuando entraron al bar miraron buscando dónde protegerse”, dijo Inna. El mejor rincón era el baño. Hacía allá correríamos todos. No sé si en los noventa –los años de Pablo Escobar y las bombas y asesinatos de la guerra de los carteles– la gente en Colombia entraba a los bares analizando cuál sería el mejor para salvarse. Tras la cuarta pinta, Agnès armó su cigarillo e invitó a Inna a fumar afuera. Yo traté de esperar un rato solo en la mesa, apenado de admitir que tenía miedo de que no volvieran, pero terminé por acompañarlas. Los atentados también crearon esa necesidad de abrazar a los amigos porque nunca se sabe…
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