Estaba sentado sobre mi morral en la estación Greyhound de Los Angeles, que es de lejos más desordenada que cualquier terminal de transportes sudamericano. Carlos Guzmán había salido a fumar un cigarrillo mientras pensaba si quedarse otro día o comprar de una vez por todas su tiquete para llegar a Lake Powell (Arizona). Mientras tanto yo pensaba si esa noche iría a conocer los clubes de Rock ’n’ Roll de Sunset Boulevard o compraba (de una vez por todas) mi tiquete hasta Truckee, en las montañas de Sierra Nevada. La gente pasaba de un lado a otro caminado rápido pero con desgano. La mayoría hablaba en español y muchos tenían cara de llevar varios días viajando. Algunos eran mexicanos con rumbo a las granjas de Fresno, otros, negros jóvenes de pantalones anchos y gafas oscuras ; los demás, gringos aventureros y uno que otro con pinta de haber estado cerca de ser una estrella de Rock ’n’ Roll y seguir tocando de pueblo en pueblo. Aunque la mezcla de voces hacía difícil escuchar alguna en particular, una de ellas llamó mi atención. Un hombre ya con suficientes años (o historias , o tristezas) a sus espaldas para lucir cansado, cabello entre negro y gris, piel morena y el bigote inconfundiblemente honesto de los mexicanos. Sé que hablaba de larga distancia, pues aún sostenía la tarjeta telefónica en su manos. Ignoro el tono de la voz al otro lado de la línea, pero la imagino preocupada. La imagino una voz con hambre.
Tras darle muchas vueltas a la idea, me di cuenta que su voz me recordaba básicamente a Juan Rulfo leyendo “Luvina”, su historia sobre un viajero en ruta a un pueblo donde “sólo sube el viento”. Entonces supe que para sentir la desolación en su estado de más absoluta pureza no es necesario viajar a un pueblo derruido en las montañas o quizás, que Luvina y L.A., la ciudad de los ángeles, son lo mismo para el inmigrante con las esperanzas recién rotas. La mañana era soleada, una mañana brillante en medio del verano de California. Tal vez también Luvina era un lugar soleado. Las ciudades, los paisajes y los caminos no existen. El viajero los crea al sentirlos con sus ojos. El viajero, así haya llegado, sigue respirando un viento sucio, lleno de polvo y de eso en los pulmones termina por morirse.
Los Angeles – 2001