Hoy el invitado a esta página es Jesús Antonio Álvarez Flórez, escritor sin Twitter ni blog, con el primer capitulo de una novela que en algún momento dirá «Empáchate y luego atragantáte» o algo así.
Que viva la sopa
Soy gordo. Gordísimo. Soy tan gordo que me dicen: «Mano, no es sino que aletee esa papada sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa». No era sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio miedo perder mi brillo. Alguien que pasara ahora y me viera la barriga no la apreciaría bien. Hay que tener en cuenta que la noche, aunque no más empieza, viene con una niebla rara, como de comida ambulante. Y además que le hablo de tiempos antes y que… bueno, la andadera y tantas lomas le quitan el volumen hasta a mi barriga.
Pero me decían: «Mano, voy a ser conciso: ¡es fantástica tu panza!». Y uno raro, calvo, prematuro: «Santo Tomás tenía tu mismo gordura», y yo: «Quién será ése», me preguntaba, «¿Un restaurante famoso?». Recién me he venido a desayunar, por segunda vez, que era un santo de la Edad Media. Todo este tiempo me lo he venido imaginando con una pierna pernil en su mandíbula, rezando, gordo total, a una audiencia enloquecida. Nadie sabe lo que son los huecos de la gastritis.
Todos, menos yo, sabían de comida. Porque yo andaba preocupadito en miles de otras cosas. Era un niño bien. No, qué niño bien, si siempre fue gula y glotonería y robarle compotas a mi mamá. Pero leía mis libros, y recuerdo nítidamente las tres reuniones que hicimos para leer Confesiones de un chef. Armando el Grillo (le decían Grillo por los ojos de sapo que paseaba, perplejo, sobre mi abultado abdomen), Antonio Manríquez y yo. Tres mañanas fueron, las de las reuniones, y yo le juro que lo comprendí todo, íntegro, la cultura gastronómica de mi tierra. Pero yo no quiero acostumbrarme a pensar en eso: la memoria es una cosa, el filo es otra. Soy de los que solo hallan consuelo en la contemplación de una montaña de tamales.
Yo lo que quiero es empezar a contar desde el primer día que falté a las reuniones por andar tragando, que haciendo cuentas lo veo también como mi entrada al mundo de la manteca, de la voracidad y del apetito criminal. Contaré con detalles: al estimado lector le aseguro que no lo canso, yo sé que lo cautivo.
Tan tarde que me levanté aquel día y abrir los ojos no me dio fuerza. Pero me dije: «No es sino que pise el frío mosaico y verá que cumple con su horario». Me mentía. La reunión era a las 9 y serían qué… las 12. Toqué con mis piecitos, tan blancos, tan gorditos, y me estremecí todo viendo que podía dar de a paso por mosaico. Así caminé, feliz, dia poquitos, sin pretender otra cosa que llegar a la cocina.
Abrí la nevera con fuerza, y los brazos extendidos me hicieron pensar en el gordo que era […] Me acerqué con un movimiento mínimo que también supe corrompido y rendijié por la ventana el día: Oh, y cómo extrañé todo lo de la tardecita: el café con leche, las empanaditas, recibir ese olor de frente como a mí me gusta. Es lo que le da fuerza y fragancia a mi papada.
[…] Volví a mi cama, pensando: «¿cuánto falta para el almuerzo?». Ni idea. He podido gritarle a la sirvienta por la hora, pero no. He podido volver a cerrar los ojos y perderme, pero no: ya estaba encontrado y tenía rabia. No lo niego, le estaba sacando gusto a comer más y más, pero ¿cómo hacía teniendo un horario estricto?
Entonces vociferé que si me había llamado alguien, y claro que inmediatamente me dijeron: «sí, niño, los jóvenes de la hamburguesería». Me hundí en la almohada y me empapé, consciente, en aquella humedad que se daba entre las sábanas, no sé si limpias, y mi cuerpo, suave y popocho como pechuga deshuesada. Sentí vergüenza, y también hambre.
Hahahahaha epico