No estaba enamorado de Gloria Gallego. O lo estaba, pero del modo particular en el que al mismo tiempo estaba enamorado de Gabi Marcela y de Blanca Yelitza. Gloria tenía trenzas rubias y llevaba muñequeras de baterista de esas que luego aprenderíamos a utilizar para esconder las cortadas que uno se hacía sin querer queriendo con el bisturí de la clase de manualidades. Gloria vivía en El Cortijo, que era el último barrio de Bogotá, allí donde la “Avenida” 80 se convertía en “autopista” a Medellín. Ella y su hermana eran las primeras en subir a la Ruta Escolar número 8 del Colegio Bachillerato Patria. Yo subía en la segunda parada, Ciudadela Colsubsidio. Más allá, en el Garcés Navas, se subía Alexander Humberto.
Gloria , y Alexander y su hermana, siempre se sentaban en el último asiento.
Gloria Gallego escuchaba rock de verdad.
La historia tiene lugar en 1992, que tiempo después Octavio Escobar Giraldo definiría como “El año en el que Guns ‘N’ Roses dominaron las listas”. De los Guns yo conocía eso: las canciones que dominaban las listas pero esas excursiones hacían parte de un gusto musical ecléctico. “Don’t Cry” y “November Rain” compartían espacio con las baladas de Brian Adams, el house de Two Unlimited, Enanitos Verdes, Maná, el Grupo Niche y algunas del Binomio de Oro y 4.40. Yo tenía trece años y era una de esas personas que no sólo escuchan la música de la radio, sino que se la gozan. Por ese mismo camino me esperaba una vida de normalidad.
Sólo que Gloria, un poco más que su hermana y un poco menos que Alexander Humberto, pertenecía a la larga estirpe de rockeros colombianos (desde los metaleros fanáticos de Slayer y Testament a mediados de los ochenta hasta los skaters que escuchaban koRn veinte años después) que se definían por una oposición a la música de la radio, y sobre todo a los sonidos tropicales (chucu-chucu) y electrónicos (chis-pun). Andrés Caicedo era un muerto del que nadie había oído hablar y así no había quién pudiera meternos por las orejas las teorías del salso-marxismo. La fusión, no era entonces más que los proyectos de reciclaje de Tulio Zuluaga, Moises Ángulo y demás aristas integrales que buscaban subirse al exitoso tren de Carlos Vives. Todo mundo bailaba esa música y esa era razón suficiente para que los rockeros no la bailaran. Cabeceaban y pogueaban, o al menos se decía que eso hacían en oscuros sótanos de Chapinero o en ese lugar llamado el Terraza Pasteur, donde, decía la leyenda, la gente se pegaba con cadenas de bicicleta.
Faltaban tres años para que se inventara Rock al Parque, que sería durante sus primeras ediciones fue un carnaval de freaks y marihuaneros antes de perder la gracia.
Con pura intención de autosuperación, yo ahorraba la plata de la lonchera y compraba El Espectador de los viernes porque ese día salía la letra de una canción y fotocopiaba páginas de Cante en Inglés. Como era inteligente (todavía lo soy, pero menos) y alcanzaba a entener para entender que “No, no , no que no jeven’s dor” era una canción contra los militares. Por extrapolación polarizada gracias a una conciencia política incipiente, pensaba que “Sweet Child O’ Mine” quería decir “El dulce niño de la mina” y era una denuncia del trabajo infantil en la explotación de carbón.
Eso no bastaba para impresionar a Gloria Gallego. Como yo todavía bailaba en las minitecas con la esperanza de que Gaby Marcela y Blanca Yelitza me hicieran caso, la última silla del bus, seguía reservada para la élite de outsiders que cada mañana a lo largo de la Avenida 80 y luego de la 68 y luego de la 100, recitaban en inglés cosas como:
You just better start sniffin’ your own rank subjugation, Jack
‘Cause it’s just you against your tattered libido
The bank and the mortician
Forever man and it would not be luck if you could get out of life alive
Que acabo de escribir de memoria casi 25 años después.
A no ser que los hipsters vuelvan a ponerlo de moda y se convierta en un objeto vintage , impagable para un freelance , la generación que seguirá a los milennials no conocerá un cassette y menos aún entenderá el peso simbólico que el objeto tenía hasta los primeros años de los noventa. Como nadie sacaba a pasear los vinilos, los cassettes eran la materialización del que tenía la música. Y había jerarquías. Los míos eran grabaciones sobre las cintas de mi mamá. Alexander, creo, los compraba vírgenes. Más arriba estaban los originales, pero también entre ellos había una división: los editados en Colombia no tenían las letras de las canciones. Los “americanos”, que no las necesitaban, sí. Gloria cargaba a todas partes con un ejemplar importado de uno de los álbumes de los Guns y la razón por la que después de mucho inventarse excusas decidió prestármelo es un hueco en mi memoria.
Recuerdo en cambio la felicidad fetichista de tener en mis manos un objeto que Gloria había tenido tantas veces entre las suyas. Las grabaciones en MP3 jamás podrán brindar el placer ritual de abrir la caja, desplegar el cuadernillo con las letras, introducir el casette, rebobinarlo como un último preliminar para que empiece desde el principio. Oprimir “|> PLAY”.
Nada en el mundo podía haberme preparado para el Use Your Illusion II. “
No voy a entrar aquí en el terreno de la reseña. Sólo diré que cuando mi mamá llegó de trabajar siete horas después, todavía estaba escuchándolo y ya había copiado a mano todas las letras. Yo venía a entender que no sólo el concepto de álbum, esa unidad musical indivisible, me era extraño sino que hasta ahora había desperdiciado mis oídos con toda la otra música del mundo.
Gloria tuvo que rogarme para que se lo devolviera. Cuando lo hice, ya podía cantar de memoria la parte rapeada de “You Could Be Mine”, hacer sin respirar todo el “yeahhhhhhhh” de Don’t Cry (Alt, Version por supuesto). Me sabía el discurso de “Breakdown” y había sido aceptado en la última silla del bus. Alexander Humberto me prestó sus propios cassettes, con letras fotocopiadas, de Sepultura y Pantera. La hermana de Gloria, los de Nirvana. Cuando al año siguiente mi mamá compró un equipo de sonido con lector de compactos nos dio a mi hermana a mí la plata para que cada uno comprara un CD. Ella quería uno de Ace of Base, pero la convencí de que sería mejor para todos que fuera el Nevermind. El mío, fue Use Your Illusion II. Ventidos años y diez mudanzas después, dos de ellas internacionales, es el único objeto que me queda como prueba de que ese adolescente de las fotos era yo.
Hay tantas personas para las que el punto de quiebre en su vida fue una tragedia, yo tuve la suerte de que fuera “Civil War”, la primera canción del disco. Ese preciso momento provocado por las trenzas de Gloria Gallego determinó lo que sería el resto de mi existencia. Ya no necesité aprender a bailar. Supongo que de todas formas nunca hubiera aprendido, pero podía definirme como parte de los que no bailan cuando todo el mundo baila, lo que viene a explicar las amistades que tuve, los viajes que elegí y una cierta identidad que llega hasta la política. Me definí como el rockero que no iba a ser, caminé solo tantas veces escuchando «Estranged», jodí a mi profesor de inglés para que me tradujera todas las groserías de «Get In The Ring». El interés por las letras me llevó a la poesía y de ahí a la literatura en general. Hoy mientras escribo a ocho mil kilómetros del concierto de los Guns en Medellín donde parece haberse dado cita toda mi generación, aún separo la mano derecha del teclado para arremedar el movimiento de Slash golpeando la guitarra en el primer acorde del álbum.
Mientras escribo también me doy cuenta de las incoherencias temporales de este relato. Yo recuerdo haber estado en los alrededores del Estadio El Campín cuando vinieron los Guns, y si Gloria Gallego era, como creo, un año menor que yo, ella apenas tendría once años en ese entonces. Tengo también una imagen (que como todas puede ser falsa) en la que yo intentaba convencer al disc-jockey de una miniteca de que me pusiera un recién comprado CD del «The Spaghetti Incident?»que salió en el 93, cuando yo ya no iba a minitecas. Cuando supimos de la muerte de Kurt Cobain, Gloria, su hermana, Alexander Humberto y yo llevamos brazaletes negros al colegio pero el 9 de abril del 94, cuando llegó la noticia a Colombia, fue sábado y ese día no estudiábamos. Ya para entonces yo estaba enamorado de Claudia Rocio, de Juliana Inés y de Alejandra Catalina pero pa’ qué tantos amores si ninguna de las tres entendía mi tristeza.
Un par de veces he querido saber qué ha pasado con Gloria Gallego después de 1994. No recuerdo que tuviera otros amigos que los de la última silla del bus y las redes sociales no dan razón de ella. Es muy probable, que a pesar de una foto subexpuesta en la que creo identificarla pero en la que no lleva trenzas, Gloria Gallego nunca haya existido. Podría preguntarle tal vez a Alexander Humberto, pero de él tampoco hace años no se nada. Que los dos me dieron la música, es decir todo lo que fui en la vida, es en cambio una verdad innegable. La firma que nunca dejé de usar, copiada del logo de los Gunners, queda como prueba.