Con una obra concisa y difícil, Novac es una de las voces destacadas de la poesía rumana poscomunista. Este fin de semana está invitada al Festival de Poesía de Barranquilla.
Fagaras, 1980. Como es difícil que el nombre del lugar signifique algo en Latinoamérica (en Rumania es también una marca de chocolates), habría que decir que es una ciudad de Transilvania. Entonces se disparan los imaginarios, montañas y vampiros incluidos. Fagaras es también la tierra de Negru Voda, el fundador del país rumano. Luego está la fecha: 1980 fue el comienzo de la “época de oro”, como los rumanos llaman irónicamente a los últimos años de la dictadura, en los que la Securitate, la temible policía secreta, imponía su ley, y la política de racionamiento de Nicolae Ceausescu obligaba a hacer filas diarias para recibir los productos de primera necesidad. Aunque las detenciones políticas ya eran casi innecesarias, se sabía que cualquier crítica a la particular visión que Ceausescu tenía del comunismo equivaldría a un bloqueo de por vida, y eso ocurría lo mismo para burócratas o educadores que para los artistas. Para hablar la vida real, los escritores más osados recurrían a la publicación clandestina; los menos osados, a la parodia discreta y a los dobles sentidos; el resto, a la autocensura. Cuando cayó la dictadura, los de todos los tipos empezaron a abrir talleres literarios.
A Ruxandra Novac le tocó la época siguiente, al mismo tiempo la de una explosión de expresiones artísticas y de un capitalismo que nunca trajo la libertad que se suponía venía incluida con la economía de mercado. La primera revista en publicar su trabajo fue Interval, dirigida por el poeta y filólogo Andrei Bodiu, fallecido en el 2014. Bodiu, a pesar de que comenzó a ser conocido a partir del 91, estaba marcado como la mayoría de los miembros de su generación, entre ellos Radu Paraschivescu, Andrei Plesu y Mircea Cartarescu, por una cierta obsesión de contar la ruptura que significó 1989 y la obligación de recuperar para la literatura los años en los que las cosas no podían contarse.
Como el resto de los autores nacidos entre finales de los setenta y la década de los ochenta, Ruxandra Novac no tenía que vivir la angustia de un país cerrado al mundo y tampoco sufrió la censura en su creación, y algo hay de esa conciencia de generación pionera cuando habla de “los hijos del tercer milenio, cuando la paz reinará en cada lugar también nuestros ojos parpadearán en medio de la paz” o toma sus distancias con sus predecesores al decir:
“Oh, ustedes, hijos del ideal, de su utilización de la aproximación histórica, ustedes con los ojos lavados con acetona”.
Novac conserva sus referencias de época, incluso cuando abandona esa nostalgia escrita en primera persona del plural.
“Ahora duermes mucho, no trabajas. Las sirenas de afuera te llaman a la vida, al amor, a la disciplina del año 2002”.
Como en el de otros de sus contemporáneos, en el trabajo de Novac hay una exploración pensada a la manera de un caminante. Así, por ejemplo, mientras Adrian Schiop se adentra en los bajos mundos urbanos a los que las élites culturales de Bucarest no se habían atrevido por miedo y desprecio, y Lavinia Braniste se sumerge en la vida de las ciudades intermedias marcadas por la nostalgia personal y la decepción colectiva de una revolución traicionada, los poemas de Novac toman la forma de monólogos a veces claustrofóbicos (la caminata es, entonces, en círculo), a veces de quien se deja llevar por un flujo de conciencia mientras recorre una Bucarest que “se abre como una gigantesca flor sifilítica” o que “vista a la luz del crepúsculo parece una rata muerta”.
Ese clima apocalíptico en los textos de Novac no tiene nada que ver con los juegos anticipativos de la ciencia ficción, sino que parece inspirado por las huellas que han dejado las destrucciones reales y recientes de la ciudad: el bombardeo del 44, el terremoto del 77 y los delirios urbanísticos de Ceausescu y su sueño de una capital casi imperial.
La generación de los cenáculos
Tras la caída de la dictadura y hasta el cambio de siglo, florecieron en Rumania, los cenáculos, una institución equivalente a los talleres literarios, con frecuencia dirigidos por autores medianamente conocidos y asociados a universidades o “sindicatos de escritores”. Formada desde los quince años en este tipo de instituciones, Novac aún tiene una opinión ambivalente sobre lo que pueden dejarle a un autor desconocido. “Son espacios sin los que una persona tímida jamás daría el primer paso para hacer conocer sus textos, y si están dirigidos de una manera profesional, la experiencia siempre será positiva. Sin embargo, también pueden convertirse en círculos triunfalistas o frustrados, y se pasa de no querer mostrar su trabajo a entrar en un juego pornográfico y nocivo”.