Todo lo sordido [la misma taberna de la gangsteresa] ha muerto. Andamios y estructuras metálicas punzan el cielo e indican la fiebre constructiva que se ha apoderado del paraje. En donde estaban las casas pajizas de la Calle del Cartucho, se elevan dos edificios de seis pisos.(.) estos hombres son los buscones de la ciudad; los vagos, los que viven anclados en este mundillo absurdo, torpe, sórdido, miserable, del mercado y de sus inmediaciones. Son los marineros de un mar de miserias, abandonados en un puerto de asombros. Jose Joaquín Jiménez «Ximénez». Cronista bogotano. 1941
La calle del cartucho era el fondo de Colombia. Si fracasabas, si te arrastrabas de vicio en vicio y de crimen en crimen [hacia abajo, siempre hacia abajo] terminabas ahí. No era una favela, no era un barrio de tugurios o un típico «cinturón de miseria» latinoamericano. Era una zona de doce manzanas en el centro de Bogotá ocupadas por los edificios que reemplazaron las «casas pajizas» de las que hablaba el cronista Ximénez hace 65 años.
Por varias décadas, «El Cartucho», que llegó a tener diez mil habitantes, congregó a recicladores, indigentes y criminales. Si entraba una patrulla de policía, la recibían a piedra, si entraba un policía solo, no volvía a salir. «Adentro era pesado, muy pesado. Por una mala mirada alguien sacaba un revólver y pan pan pan. Tres tiros».
Cuando dice «tres tiros», hace una seña con la mano como si disparara un arma. Le dicen «La Mamá». Lleva una gorra de Transmilenio y un monedero colgado al cuello. Debe tener cincuenta años.
-¿Cuántos cree?
-¿Cincuenta?
-Cuarenta, el vicio lo hace ver a uno más viejo-, dice y se queda pensando antes de continuar. -Pero yo de vicio, ya poco-.
Sólo algo de marihuana, de vez en cuando. Tiene dos hijos. Uno estudia en el sur y de los 12 mil pesos [4 dólares] diarios que consiguen cada día entre ella y su esposo hay que sacar la cuarta parte para que el niño estudie. El dinero sale de lo que ella se gana recogiendo material reciclable y «haciendo la vuelta», es decir, sirviendo de intermediaria entre los compradores de droga al por menor y los distribuidores que no dan la cara. «La Mamá» se sienta en el andén y tres vigilantes de uniforme café le gritan que se pare. Puede pasar, claro, la calle es de todos, pero no puede sentarse. Aunque fue su territorio durante años, los recicladores no pueden sentarse en ese andén que empieza en la calle décima y termina en una pared hecha de latas de zinc.
Detrás de las latas están los escombros de lo que fue la «Calle Persa», la última manzana del Cartucho. La maquinaria trabaja de prisa y más allá de los escombros se extienden las cuatro cuadras ya construidas del parque Tercer Milenio, una de las más importantes obras del desarrollo urbano que ha sido bandera de las tres últimas administraciones. Los edificios del Instituto de Medicina Legal y el Colegio Santa Inés marcan los límites del parque. Todo el tiempo la policía vigila el lugar.
Bogotá tiene ahora diez millones de habitantes y las calles, como en todas las ciudades colombianas, se identifican por un número En los años treinta era diferente. Bogotá todavía era un pueblo de calles empinadas y esas calles tenían nombres. A la calle donde en un tiempo terminaba la villa y luego terminaba el centro de la ciudad, la llamaban «Calle del Cartucho» porque se abría como la flor de esa planta. Allí vivió Julia, la última bruja bogotana, y en las tabernas vendían «pita», una bebida fermentada bajo tierra con la que se emborrachaban los que ya no podían pagar por aguardiente. Los borrachos, que muchas veces quedaban inconscientes por la pita, eran víctimas fáciles de los primeros ladrones del Cartucho. Los camiones y flotas, que después tomaron el lugar como primer paradero dentro de la ciudad, trajeron mujeres jóvenes que se quedaban en los bares. A finales de los cincuenta, lo que en una época fue parte del lujoso barrio Santa Inés era ya la zona con mayor índice de prostitución, alcoholismo y delincuencia en la ciudad.
Luego, cuando se desalojaron los ranchos que quedaban en los alrededores del basurero El Cortijo, llegaron los recicladores. No se hablaba de ecología en ese entonces pero la idea era la misma: sacar de la basura lo que todavía podía utilizarse. Varios de los depósitos de descargue de camiones se convirtieron en bodegas de vidrio, latas y cartón.
Una de esas bodegas sigue funcionando. Es el desteñido edificio verde con el número 13-79 de la calle décima, y cuando se terminen algunos trámites legales será la última construcción en ser demolida. En los alrededores de las ruinas del Cartucho, sin embargo, el verbo sigue siendo recoger. Todos se agachan de cuando en cuando, llenan costales, arrastran carretillas y las llevan hasta la bodega.
Adentro, dos hombres deshojan libros y cuadernos que un indigente les ha traído antes. No saben de dónde los sacó. Dicen que los indigentes no hablan mucho. «Nada personal, sólo negocios», dice uno de los dos parodiando el lema de un reality. Afuera, un hombre de pelo largo hasta los hombros, barba canosa y clavos ortopédicos en la pierna recoge un papel pequeño, lo mira y lo dobla antes de guardarlo con cuidado en un bolsillo. Tres policías no se molestan en mirarlo. El hombre sigue su camino hacia la Avenida Caracas. El tipo de adentro ha seguido hablando y mientras de una manotada arranca todas las hojas de un cuaderno espiralado y las arroja a una caneca llena de papel concluye:
-Y ya. Cuando tumben esta casa se acabó el Cartucho.
En cierto sentido, está completamente equivocado.
Juan. 50 años. [edad aparente 60]. Nacido en Cali. Bachiller. «De buena familia, pero, usted sabe, problemas». Llegó a Bogotá en el 83. Vivió desde el 90 en el Cartucho. Hace un año lo atropelló un carro frente al mercado de Paloquemao. Dos meses en el hospital La Hortúa. Clavos ortopédicos en la pierna derecha. Barba canosa entre gris y relativamente blanca. Cabello hasta los hombros.
Juan cruza la Avenida Caracas sin mirar. Una mujer de overol amarillo le grita que no pase, que el semáforo está en verde para el Transmilenio. La Avenida Caracas fue la primera por donde circularon los orgullosos buses articulados que dieron un nuevo aire a la ciudad. El parque Tercer Milenio es parte del mismo plan. A Juan no le importa. «Con parque o sin parque, con Cartucho o sin Cartucho a mí me da lo mismo». «La Mamá» había sido proverbial al respecto «¿Pa’qué hijueputas más parques?». Cuando Juan, que cojea muy poco y camina rápido a pesar de tener su pierna partida en tres, termina de atravesar la Caracas, llega, precisamente, a un parque.
Es la Plaza de Los Mártires. Entre 1817 y 1819 ejecutaron allí a Jorge Tadeo Lozano, Policarpa Salavarrieta y Antonia Santos. La lista de patriotas ejecutados en ese lugar cuando se conocía como «La huerta de Jaime» es mucho más larga, y de eso dan fe las placas de mármol que adornan los cuatro costados de la base del obelisco central. Cualquiera puede ir y anotar todos los nombres y fechas, pero es requisito que el curioso amante de la historia tenga buena vista porque los excrementos humanos que rodean el obelisco, y que con su olor se anuncian de lejos, impiden acercarse demasiado al monumento. También puede darse cuenta de que en cada esquina de la base hay cuatro águilas que representan la gloria, la paz, la justicia y la libertad mirando hacia los cuatro puntos cardinales, y que las dieciséis águilas están decapitadas.
-¿El papel ?
-Sí, el papel que recogió.
-¿El que recogí allá atrás ?
-Sí. ¿Para qué es?
-Es para limpiarme el culo cuando me den ganas.
La plaza de los martires no es sólo el retrete de los habitantes de la calle, es la puerta de entrada a «La Ele» o «El Bronx», una zona hace tiempo conocida como expendio de droga a la que luego de los desalojos llegaron unos cuatrocientos habitantes del antiguo Cartucho. En el costado sur está el antiguo edificio del Batallón Guardia Presidencial; en el occidente, la Iglesia del Voto Nacional, que celebra misas a las siete, a las doce y a la una, y permanece cerrada el resto del día. A diferencia de muchos relojes de iglesia, el del Voto Nacional todavía funciona y sirve de referencia a los habitantes de la calle que pasan el día tirados en el pasto de la plaza.
Muchos de ellos estaban en el Cartucho el 21 de abril de 2005, cuando a la última calle en pie del sector donde no podía entrar ni un policía, entraron todos. Enviaron gases, recibieron piedra. Se dice que hubo disparos de lado y lado. Como sea, los sacaron. Quinientos indigentes ocupaban la última manzana. La habían colonizado luego de los desalojos de las calles adyacentes, que ya para entonces eran un parque. La policía los escoltó hasta cruzar la Avenida Caracas. Algunos regresaron a otras calles del barrio Santa Inés, otros fueron a Cinco Huecos o al Bronx. La mayoría se dispersó en grupos de diez o veinte por diferentes barrios de la ciudad.
Dos días después, los habitantes de esos barrios cerraron las Avenidas 19, 30 y Caracas protestando por sus nuevos vecinos. Se quejaban de un aumento instantáneo en el número de atracos, de la utilización de los andenes como baño público y del consumo de marihuana y bazuco, una droga que es al crack lo que el crack es a la cocaína de alta pureza.
-El bazuco jode, claro que jode, usted se fuma una bicha y ya se quiere fumar otra. Con la marihuana usted se aguanta. Con el bazuco no. Usted tiene que fumarse otro.
«Chucho». 45 años. Edad aparente: 50. Gorra verde. Saco de paño descosido por todos lados. En sus palabras, «toda la vida en la calle».
La droga llegó al Cartucho en los años sesenta y completó el cuadro. Primero los consumidores eran los propios habitantes, luego gente de otros barrios que se acercaba a comprar. Empujadas por la «bonanza marimbera», como se conoce al auge de la exportación de marihuana en los setenta, las redes de distribución comenzaron a crecer y el Cartucho, que ya era todo, se convirtió en un perfecto expendio y depósito de droga. El 3 de mayo de 2003, cuando ya se habían efectuado desalojos en varias de las calles que formaban la zona, la policía decomisó en un solo día cuatro toneladas de marihuana. Una cantidad similar se había encontrado en otro allanamiento dos años atrás. Actualmente basta pararse en la esquina suroccidental de la Plaza de Los Mártires para que lleguen los vendedores
-¿Qué quiere ? ¿Marihuana ? ¿Perico?
Es ahí, en la calle décima con quince, donde comienza el Bronx. Varios ciclo-taxis que llevan personas a recorrer las ferreterías, graneros y ventas de cobijas del sector esperan en la esquina. En una pared hay un infaltable letrero de «Dios Te Ama» pero no una iglesia. Es sólo una frase. Si parado en el parque no te han ofrecido droga de todos los tipos, te la ofrecerán ahí.
-Es así: usted me dice quiero tanto de perico o de bareta o una bicha y yo voy, le pido al jíbaro y vuelvo. Si quiere de una vez se le puede traer armado.
Dairo. 20 años. sueter de lana azul. Cabello limpio. Cicatriz pequeña en el lóbulo derecho. Estuvo en uno de los centros de rehabilitación a los que durante los últimos años han sido llevados muchos habitantes del Cartucho. Se salió porque adentro no lo dejaban consumir droga. El «perico» es cocaína de baja pureza. La «bareta», marihuana. La «bicha», una papeleta de bazuco.
-¿Y si usted no vuelve con la plata ?
–Si no vuelvo, no amanezco vivo.
Después de la desaparición del Cartucho, los «jíbaros» que ya estaban establecidos en el Bronx se quedaron con el negocio y el control. Ellos distribuyen la droga y administran justicia.
-Aquí adentro los jíbaros no dejan robar. Si usted le roba una bicha a un ñero y él avisa, usted tiene que devolvérsela, si no la devuelve le dan pata y palo entre varios. Si le roba a alguno de los jíbaros, no puede volver a aparecer por acá.
Lo que explica que el comercio funcione dentro del Bronx. Apenas avanzando unos metros se ven improvisados puestos especializados en la venta de relojes, joyas baratas y teléfonos celulares [«Sencillo, usted lleva aquí por diez mil un teléfono y luego va a una agencia y lo activa»]. Un poco más adentro, un hombre de poncho blanco ofrece bicicletas [«Dele una vueltica para que vea que está buena»].
Probar la bicicleta sería difícil porque en las calles del Bronx no hay mucho espacio. Recicladores con su costal al hombro [aquí también el verbo es recoger] se chocan con indigentes que aspiran pegante y expendedores de droga que ofrecen lo que sea. Las barbas y los cabellos pegachentos son denominador común. Sin embargo, aparte de Dairo, hay dos hombres con la ropa limpia en esa primera calle. Uno de ellos lleva gorra fina, pantalones cortos al estilo de los «skaters» y buenos tenis, además de reloj de pulsera. Es joven, de no más de veinte años. Ofrece perico y coca pura. Es uno de los jíbaros, por eso su reloj no corre peligro. Con él se cuadran negocios y a él se le piden los permisos. No vive en el Bronx, pero madruga para llegar y algunos sábados paga el almuerzo de los que se han portado bien con él. No dice nada de sí, ni siquiera su nombre. El otro hombre está vestido con una sudadera roja y un suéter verde. Arrastra una pierna.
Se llama Virgilio, tiene la misma edad de Dairo, se ve mejor en el momento pero con peores marcas de calle. Tiene un tic, un movimiento muy fuerte de la cabeza hacia la izquierda. Su esposa está por ahí. Todos tienen una esposa. Virgilio dice que él es fiel y que su esposa le es fiel. Antes, Dairo [también su esposa está por ahí] había dicho algo diferente :
-Aquí no hay mujer propia. Aquí todas las mujeres se entregan por vicio.
-¿La suya también?
-Todas. Si uno no tiene con que pagarle la traba y llega otro que sí tiene, ella se va.
Virgilio, sin embargo, sigue convencido. Tiene una hija de tres meses en un hogar del Bienestar Familiar. Si llega sucio o drogado no se la dejan ver.
-O si le pego a mi mujer. Si mi mujer pone la queja de que le pego no me dejan visitar a la niña-. Entonces se queda pensando. Sabe que ha dicho algo que no debería haber dicho y queda en silencio por un par de pasos. La densidad de la masa humana aumenta y se va haciendo difícil caminar sin estrellarse con la gente que viene y va. Un hombre duerme desnudo junto a un muro. Cuatro indigentes juegan cartas sentados en el centro de la calle y en medio de ellos están las apuestas: monedas y «bichas» de bazuco.
-. Claro que yo sé que uno no debe pegarle a la mujer . -Un niño de doce años cubierto de trapos espicha los botones de una sumadora sin pilas y la escucha para ver si hace algún ruido. En la misma mano tiene un tarro de pegante que chupa cuando se da cuenta que la sumadora no sirve. A un reciclador con un carro de balineras lo sigue media docena de perros que también tratan de abrirse paso ente la gente. Todo el día los habitantes del Bronx caminan por ahí sin ir a ninguna parte. Se estrellan entre ellos.
-… Pero ella también me pega, mire.
Virgilio se levanta el suéter y sí, hay una marca que podría ser de un rasguño pero se nota más la cicatriz de un disparo en el punto donde uno diría que queda el corazón. No es necesario preguntar, él adelanta la explicación y de paso se libra de tener que seguir hablando de su mujer.
-Fue una bala perdida allá arriba en el Cartucho.
La sonrisa que sigue a sus palabras echa por tierra la veracidad de la explicación, lo que no quiere decir que en el Cartucho no hubiera balas perdidas por todos lados. Un jíbaro borracho disparaba porque sí. Una camioneta de vidrios polarizados entraba por las calles disparando contra todo el mundo y dejaba dos o tres muertos. Dora Edith Jaramillo. 32 años. Ningún diente. Natural de Bello, Antioquia, insiste en llamarlo «el carro loco» y dice que lo vio varias veces. La policía disparaba desde afuera de la calle de vez en cuando y por disparos recurrentes de los habitantes del Cartucho contra los médicos se cerró en 2002 el único centro de salud del sector. Bala recibieron el 12 de julio de 2001 tres periodistas a quienes los indigentes confundieron con agentes encubiertos de la policía y bala recibió Sergio, un niño de doce años que cojea con una muleta y busca quién le confirme si el papel arrugado que lleva es un registro civil que necesita para continuar su tratamiento en un hospital. A diferencia de Juan, el tipo de los clavos en la pierna, Sergio no tuvo un accidente, le disparó «El Antioqueño», uno de los jíbaros, cuando pensó que le había robado el espejo del carro a uno de sus clientes.
Y quizás por tanta fama de bala, era bala lo que estaban dispuestos a utilizar los vecinos del barrio Cundinamarca, el 26 de abril de 2005 cuando, luego de deambular y enfrentarse a las comunidades de varios barrios, los últimos habitantes del Cartucho, apoyados por un número significativo de expulsados en desalojos anteriores, comenzaron a armar sus cambuches junto a la vía del tren que pasa por el sector.
Entonces fue necesario tomar medidas de emergencia y la Alcaldía adaptó para la reubicación de los habitantes de la calle el antiguo Matadero Distrital, un conjunto de edificios ya en ruinas que los indigentes siguieron desvalijando mientras los trabajadores del distrito construían a toda prisa letrinas y duchas que garantizaran las mínimas condiciones de salubridad para un sector que, a diferencia del Cartucho, no era tierra de nadie sino responsabilidad directa de la administración. Ciento treinta policías fueron destinados a custodiar el perímetro del lugar.
Adentro el ambiente era muy pesado- dice Virgilio. -Porque la gente del Cartucho se revolvió con otros que venían del Bronx, de Cinco Huecos y de la calle por ahí. También se perdió gente que uno conocía hace tiempo. El médico y eso.
Es un tema recurrente. Los profesionales que terminaron en el Cartucho. Cualquier habitante de la calle dice «Hubo pilotos. Hubo ingenieros. Una profesora de la Nacional. Sicólogos». Sin embargo es difícil encontrarlos. Gracias a las campañas iniciadas por la Alcaldía, algunos regresaron a sus hogares. Otros, como muchos de los habitantes del Cartucho, se dispersaron por la ciudad.
-Pero el odontólogo sí está por ahí. Si quiere se lo llamo.
Virgilio desaparece. Es fácil desaparecer entre tanta gente. Dos pasos y listo. Dairo, que se había perdido un rato atrás, regresa de su desaparición con un espejo de carro. «Me lo compran en la panadería», dice. La «panadería» es una tienda oscura y descuidada al final de la primera cuadra del Bronx. El comprador está sentado en una mesa. Pasa todo el día comprando lo que le traen. Llega temprano y tan pronto recibe algo, lo envía a los vendedores de la entrada o a los cachivacheros del costado norte de la Plaza de Los Mártires. Nada dura más de unos segundos en sus manos. En el Bronx hay cuatro formas de ganarse la vida: reciclar, mendigar, robar y «hacer la vuelta», y en buena medida todos los habitantes practican las cuatro.
Dairo: «robar un espejo es facil. Un amigo se hace en una puerta y pide una moneda o algo y usted se hace en la otra y jala hacia arriba y luego cada uno corre para un lado diferente».
En 1998, el Cartucho se extendía más allá de sus fronteras y aparte de robos se hablaba de depósitos de armas, violaciones a una tasa de varias por día y casas que habían servido para esconder secuestrados; todo esto a setecientos pasos de la Presidencia de la República. Había muertes violentas casi todos los días y los locales comerciales de la zona comenzaban a quebrar porque nadie se acercaba. La situación era insostenible en el centro de una ciudad que, con proyectos como el Transmilenio, la recuperación de la Avenida Jiménez y la Plaza de San Victorino, luchaba por librarse de una imagen de caos e inseguridad que había durado cincuenta años. Entonces se anunció el proyecto del Parque Tercer Milenio. El Decreto 880 de 1998, firmado por el entonces alcalde Enrique Peñalosa, sentó las bases para la recuperación urbanística de los barrios San Bernardo y Santa Inés. 612 edificaciones, entre ellas la totalidad de las que conformaban el sector del Cartucho y algunas acondicionadas como talleres de impresión y ventas de repuestos, darían paso a un gigantesco parque de veinte hectáreas. La inversión total sería de casi ochenta millones de dólares.
Los primeros inmuebles se desalojaron en 1999 mediante conciliaciones judiciales. Luego los procesos se complicaron porque muchas casas habían sido abandonadas por años, invadidas y subarrendadas, y ahora que el gobierno prometía indemnizaciones aparecían los dueños originales. Los programas oficiales de asistencia social lograron vincular aproximadamente a la mitad de la población. Unas dos mil personas se ubicaron en empleos estables. El resto se negaba a irse: sabían que difícilmente podrían volver a vivir como antes.
Dairo: «es que el cartucho era como la casa de uno, ¿entiende? Allá uno estaba bien. No jodían tanto». La Mamá: «a mí me sirvió que el Cartucho se acabara. Me ajuicié y me di cuenta que uno debe ser muy líchigo, muy tacaño, para no pagar lo que vale una pieza».
De todas formas, los dos se quedaron hasta el final y peregrinaron de barrio en barrio hasta los días en el antiguo Matadero. Trescientas personas habían sido desalojadas el 21 de agosto en la última etapa del proyecto, pero considerando que seguramente llegarían más, se organizaron servicios para setecientas. El 28 del agosto se realizó el censo: 1456 personas habían llegado al antiguo Matadero detrás de las promesas de asistencia.
-Do you want that we talk in English?
Hace media hora que Virgilio se ha ido por un odontólogo y regresa con un veterinario. Tras una cuadra, el Bronx se divide en dos calles. Cualquiera de las dos es peor que la cuadra de entrada. Los vidrios están rotos y la pintura roja de los edificios casi termina de caerse. Algunas puertas han sido tapiadas con madera o ladrillos, lo que resulta inútil porque en todas hay boquetes por los que cabe una persona. Un nuevo cuerpo desnudo en el piso [imposible decir si de hombre o de mujer] contra un rincón. Respira, aunque de lejos no parece que lo hiciera. Un hombre joven se acerca un fósforo a las uñas. Es una manera de aprovechar los últimos residuos del bazuco.
-.because I speak English.
Germán. 43 años. Médico veterinario de la Universidad Nacional. Puede que no sea más alto que la mayoría de los habitantes del Bronx, pero se ve más alto porque camina perfectamente erguido. Vivió en Alemania y aunque estuvo cuatro meses en Nueva York, no conoció el Bronx de allá. Inglés con acento pero gramaticalmente perfecto. Cabello gris, ropa vieja pero ordenada. Presencia, por decirlo de alguna manera. Inevitable tic del bazuquero de años.
La primera vez que Germán llegó al Cartucho iba en carro. El Mazda de un amigo que había manejado desde una fiesta al otro lado de la ciudad en el sector de la Avenida Pepe Sierra. Tenía 25 años y la tercera parte de un negocio de artículos de cuero que valía 34 millones de pesos. Cuando el carro paró en la esquina de la octava con trece y los habitantes del cartucho salieron de todos lados, Germán pensó que lo iban a robar, pero allí [como aquí, en el Bronx] los clientes eran sagrados. Compraron coca. Germán regresó muchas veces en su carro y luego a pie hasta que una noche se quedó. Uno de sus dos hermanos todavía lo visita. La calidad de la comida, para él, es cuestión de hambre. Probó el caviar alguna vez e insiste en que un «calentao» del cartucho puede perfectamente igualarlo en sabor.
Las tres ventas de calentao están más adentro. Dora lucía Jaramillo había dicho que prefería morirse de hambre antes que volver a comer calentao porque un calentao la había mandado al hospital [«Y me tocó volarme en bola porque me iban a hacer un lavado y yo no me dejo hacer eso» dice riéndose sin dientes]. Para Virgilio, el calentao tampoco está mal. No puede estar mal cuando vale 100 pesos [3 centavos de dólar] y es prácticamente un almuerzo.
El puesto expone los calentaos y cada quien escoge el que guste. También lo llaman «Tamal del Cartucho». El calentao es una porción de dos manotadas de arroz revuelto con lo que sea, servido en una página de directorio. Algunos traen fríjol, otros ensalada o los codiciados trozos de huevo o carne. El postre está al lado; es una hoja de directorio con una manotada de miga de ponqué y también cuesta cien pesos. En la misma mesa se exhiben diversos tipos de digestivos para después del almuerzo: bichas de bazuco o cigarros ya armados de marihuana que valen lo de diez calentaos. Un poco más allá hay una ollita llena de marihuana para el que prefiera armar su propio «cacho».
Germán come con verdadero gusto. A Dairo el calentao no le gusta, pero es un partícipe de su elaboración. Todos los días, si no está ocupado en algo más, se llena los bolsillos de bolsas plásticas y sale a recorrer los restaurantes del centro y el sector del Sanandresito San José. Por cada bolsa de sobras o de la miga de ponqué que le regalan en las pastelerías, los cocineros del cartucho le dan trescientos pesos o una bicha de quinientos. Las sobras van a una olla sobre un fogón a cocinol que no se apaga en todo el día y se revuelven con las sobras que los demás vayan trayendo. De ahí salen las porciones de calentao. Cuando alguien se lleva una, el cocinero [un hombre pequeño de brazos desproporcionadamente gruesos] rasga otra hoja del directorio y sirve sobre ella una nueva porción. Dairo calcula que de cada bolsa que lleva deben salir siete porciones. Si consigue presas de pollo se las pagan a trescientos cincuenta. Una joven las conserva en una olla un poco más allá, cada una vale cuatrocientos o quinientos. En la mitad de la cuadra hay un restaurante: ahí sirven comida preparada. Quinientos una sopa. Mil un plato con arroz, papa y carne. Casi llegando a la esquina, hay otra tienda mal surtida y llena de máquinas de póker electrónico, cada uno con un jugador que, en general, apuesta una vez y pierde. Muchos de los habitantes del Bronx son también adictos al juego y no bien consiguen una moneda la meten en las máquinas. Circulan historias de gente que ha ganado cien o doscientos mil pesos con una moneda de cincuenta, pero cada quien lo cuenta con un protagonista diferente. En las tiendas se venden pocos cigarrillos y mucha cerveza. Pablo, un anciano, baila en medio de la calle con una botella de cerveza Águila. Sólo lleva un vestido corto de mujer que prácticamente le deja el trasero al aire. Uno de los recicladores lo pellizca y los dos se ríen.
Germán: «alguien dijo que en el Cartucho se vivían todos los días como si fuera 31 de diciembre y puede ser cierto. Aquí somos unidos, afuera es otra cosa. Ellos saben que la gente de afuera, toda la gente, les debe algo y salen y lo cobran. Existimos, pero afuera nos tratan como un bollo de mierda. Por eso nunca quisimos que el Cartucho se acabara».
Mientras las primeras manzanas del Cartucho eran demolidas, los que se quedaban protestaban con violencia. El 3 de febrero de 2000, dos transeúntes murieron por disparos de autor desconocido, cinco policías fueron heridos por bombas caseras y se quemaron un vehículo y una casa. Otros disturbios se presentaron cada vez que una edificación era desalojada. Los recién expulsados ocupaban otras propiedades.
En ese contexto, un reciclador de nombre Ernesto Calderón se convirtió en vocero de los habitantes del Cartucho. Exigió indemnizaciones, fue negociador, aparecía con frecuencia dando declaraciones y haciendo denuncias en los medios y ayudó a acercar a los habitantes del Cartucho a planes sociales que él mismo supervisaba. Lo llamaban «El Loco». A las cuatro de la tarde del 4 de marzo de 2001, tres encapuchados se acercaron a él. Uno de ellos dio un paso y le disparó en la nuca. En junio de ese año la policía capturó varios miembros de una banda conocida como «Los Boyacos», a quienes se acusaba de la muerte de Calderón que, de todas maneras, nunca quedó del todo clara. Su amigo, Segundo Parra, asumió la vocería y el 26 de enero del año siguiente denunció en la televisión la detención de veinte habitantes del Cartucho que protestaban por la demolición del edificio conocido como «El Castillo», una casa antigua acondicionada como bodega y dormitorio, que era sin duda la construcción más representativa de todo el sector.
Germán pide un vaso de agua, que resulta ser perfectamente clara, se enjuaga la boca y escupe en el suelo. No sólo tiene los dientes completos sino que encajan perfectamente. Está pensando en el «Loco» Calderón y en Segundo, y en que el Cartucho tuvo su época de gloria cuando ahí caían futbolistas, músicos y actores de televisión que repartían autógrafos en las primeras semanas antes de contagiarse del usual silencio de los demás. Juan Guillermo Ríos, el presentador estrella del noticiero de la noche, y «Kid» Pambelé, el primer campeón mundial en la Historia de Colombia, pasaron por ahí. Algún torero, un piloto de Avianca. Germán piensa que puede ser el último profesional que queda en el Bronx [«ya como que toca ir saliendo»] y luego recuerda que al «Loco» Calderón, lo velaron en la calle y él estuvo presente.
Ese pudo ser uno de los días más tristes del Cartucho, pero en la historia de una calle llena de tragedias ninguna iguala la que ocurrió la tarde en que se posesionaba el presidente Álvaro Uribe. La mayoría de los habitantes del Cartucho, por supuesto, no sabía que se posesionaba un presidente. Allí no hay noticias ni días feriados. Esa tarde, cuatro aparatos explosivos lanzados contra la sede presidencial cayeron dentro del Cartucho. Al día siguiente, los habitantes de la calle entraron a la iglesia del Voto Nacional llevando los catorce ataúdes de sus compañeros muertos por algo que sigue siendo increíble considerar un error de cálculo.
Tres años mas tomo terminar la demolición que ahora sólo deja en pie la bodega de la calle décima con Caracas, un almacén de grifos y una casa que funciono como un «hotel». Así los llamaban, hoteles. Cuatro casas viejas que luego fueron inquilinato, cumplen esa función ahora en el Bronx. Se les conoce por el nombre del «dueño», aunque en realidad no sea el dueño sino un administrador. Germán y Virgilio se quedan en el de Rosi cuando pueden, pero el cuarto o el derecho a dormir adentro lo gana el que primero «pise» la pieza. Pisarla es pagar lo del día. A las dos de la tarde, las piezas están reservadas y el que no consigue duerme en la calle. A Germán su hermano a veces le da dinero para que adelante un mes; cuando no, le toca, como a Virgilio, conseguir lo del diario.
Eric es uno de los administradores. Viste de pantalón ajustado, chaqueta de jean y botas militares. Parece un punk de pelo engominado. Lleva collares metálicos, uno de ellos con el símbolo de la anarquía y otro con una bala. Pasa el día cuidando su «hotel» y a veces fuma un cigarro en la puerta. Tal vez busca algo de luz porque al entrar al hotel todo es oscuro y sólo un bombillo al fondo permite distinguir las formas. No hay otra fuente de luz y las ventanas están cerradas con clavos. El vestíbulo es una sala con dos sillones. En uno de ellos duerme un indigente utilizando como almohada un bolso de tela. «Hace dos días no se despierta», dice Eric, «si hoy no se levanta con la plata, hay que sacarlo». El tipo ronca con la boca abierta. La recepción es un escritorio sin papel ni nada con que escribir, detrás hay doce casilleros oxidados. Por quinientos pesos, cualquiera puede guardar sus cosas con llave. Otro hombre duerme junto al escritorio. Como adentro se puede fumar bazuco, los muros, que debieron ser azules, están completamente cubiertos de hollín. Con llaves o navajas, los huéspedes de cada noche han rayado el hollín para dejar nombres de mujeres, dibujos incomprensibles y escudos de equipos de fútbol. El aire pesa sobre la piel. Al abrir la puerta medio desbaratada de uno de los cuartos, la oscuridad es total y las náuseas casi incontenibles. Hay una cama y una colchoneta en el piso. Eric abre un poco más la puerta y se ven manchas de todo tipo sobre el colchón. No hay sábanas ni almohadas. «Uno también puede meter una mujer para tener relaciones» dice Virgilio [antes había dicho que era fiel a su mujer] «Vale mil la hora». Para abrir algunos de los otros cuartos hay que darle una patada a la puerta. Cada uno parece ser más oscuro y oler peor que el anterior, y en el segundo piso, al que se sube por una escalera a la que le faltan la mitad de los peldaños, la situación se repite. En uno de los cuartos hay hierros retorcidos y cartón. Otro es el baño con una ducha y dos sanitarios separados por un tabique de madera. Eric cierra el baño con un pequeño candado casi a tientas [tampoco hay luz en el segundo piso excepto por la que se cuela por las grietas del techo]. Él decide quién puede entrar al baño y quién no. Si alguien lo deja sucio, se le prohibe la entrada. El agua sube hasta la ducha, para los sanitarios hay que cargar un balde desde el primer piso. Al echarla caen gotas en el hall. Una noche en el hotel vale tres mil o cuatro mil pesos, pero por dos mil, Eric deja que algún conocido duerma en el piso. Adentro no se roba, porque si hay una denuncia, los jefes del Bronx se encargan del ladrón. En el hotel todo el día hace calor y todo el día se fuma. El piso esta cubierto de colillas y «patas» de bazuco. Los que duermen en el piso no se molestan en limpiar su rincón. El tipo que dormía junto al escritorio ha salido a la puerta. Se rasca al cabeza y se descubre una colilla enredada en la barba. Cuatro o cinco personas duermen por cada cuarto de los hoteles del Bronx.
El 14 de mayo, cuando habían pasado sólo veinte días de los dos meses anunciados, el Antiguo Matadero fue desalojado. 437 indigentes fueron ingresados a centros de rehabilitación, 85 fueron enviados a sus ciudades de origen. Buena parte del resto están otra vez en la calle. Algunos ocuparon sectores como «Cinco Huecos», otros se dispersaron por las calles de la ciudad; una buena parte regresó al Bronx y duermen en hoteles como el de Eric o en la calle, donde les llega el sol de la tarde sin que se hayan dado cuenta que amaneció. Un hombre de bigote que parece un káiser Guillermo o un Lemmy Kilminster envejecido camina por la calle con una mano en el revólver que lleva al cinto. Analiza con cuidado a cualquier desconocido y lo interroga amenazante si es necesario antes de volver a perderse. Es el Antioqueño, el que le disparó en la pierna a Sergio.
Al voltear, en cada esquina se repite la escena: los fumadores de bazuco en los rincones, los aspiradores de pegante caminando de un lado para otro. La mayoría nunca saldrá de ahí, aunque «ahí» haya sido el Cartucho y hoy el Bronx. «Es imposible rehabilitarlos a todos» dice un funcionario de la Alcaldía, entidad que ha invertido cerca de 12 millones de dólares en atención social desde que se iniciaron los desalojos. «El Cartucho no se acaba porque uno se lo lleva al hombro», había dicho «La Mamá».
Y sin embargo, dice la gente de la ciudad que el Cartucho se acabó.
Angie María. 13 años. cabello claro, largo y rizado recogido. Ojos verdes clarísimos que se destacan sobre la piel completamente cubierta de grasa y tierra. Cuando llegó a la calle ya no existía el Cartucho. Lleva once meses en el Bronx.
-¿Me va a regalar algo ?
-Monita, no tengo. Sólo traía unas mandarinas.
-¿Cien pesitos?
-No, en serio, no tengo.
-Regáleme alguito que estoy embarazada -dice, y se levanta la blusa. La barriga es más grande que ella.
Uno cruza la Caracas de nuevo. El Cartucho ya no existe. Hay flores en el parque Tercer Milenio y la Banda de Guerra del Batallón Guardia Presidencial toca canciones de fiesta. Brilla el sol. Bogotá está 2600 metros más cerca de las estrellas.