Crónicas y Reportajes/Periodismo

Lo que Chernobyl no cambió

publicado en EL ESPECTADOR

Galia Ackerman enciende el computador que tiene en la sala de su casa para mostrarme S.T.A.L.K.E.R., un popular juego de video producido por la compañía GSC Game World. Para buscarlo usa Google y luego uno de esos motores de búsqueda rusos que lo encuentran todo y todo lo proponen para descarga. En la pantalla aparecen las imágenes de un edificio industrial en ruinas, los almacenes de una ciudad abandonada, una noria inmóvil. En la vida real no hay monstruos que se lancen sobre los raros exploradores, “pero el paisaje sí es igualito”, dice Ackerman, mientras intenta (sin éxito, y yo tampoco) empezar el juego cuyo escenario son las calles de Prypiat y el resto de “la Zona” en los alrededores de la central nuclear de Chernóbil.

Los jóvenes fanáticos de S.T.A.L.K.E.R., que toma su nombre de la cinta posapocalíptica que Andrei Tarkovski estrenó en 1976, son un tipo frecuente entre los visitantes, autorizados o no, que Ackerman ha encontrado en sus viajes a la Zona, que visitó por primera vez en 2004, luego de años de recoger testimonios de quienes habían vivido y trabajado en la región desde antes de la catástrofe. A partir de sus recorridos en la Zona, y de una investigación que había comenzado años antes de su primera visita, Ackerman ha publicado tres libros: Los silencios de Chernóbil (2006), Chernóbil, regreso a un desastre (2007) y este año Atravesar Chernóbil. Ackerman es también la traductora al francés de la obra de Svetlana Alexiévich, quien abordó el tema en Voces de Chernóbil, y organizó la exposición Érase una vez Chernóbil, presentada en Barcelona con motivo de los veinte años del accidente.

En su opinión, descontaminar Chernóbil era un sacrificio innecesario porque de todas maneras nadie volvería a vivir allí.

Tras el accidente era indispensable tratar de confinar el reactor número cuatro, pero me pregunto qué sentido tenía descontaminar los números uno y dos, y sobre todo “separar” los sistemas de control comunes que unían a los número tres y cuatro. Se buscó mantener la central funcionando, cuando lo lógico habría sido esperar y confinar por completo todo el territorio de la central, que cubre varios kilómetros cuadrados, y así evitar la exposición de los trabajadores y la dispersión de la radiación.

Era tal vez una cuestión de orgullo nacional…

Sin duda. Y por eso el accidente se trató con los mismos reflejos de intervención que si se tratara de un terremoto. Nadie pareció darse cuenta de que se trataba de algo inusual, de que no podía abordarse con la lógica. “Hubo un accidente. Vamos a repararlo y que vuelva a funcionar”. No existía la conciencia de que el átomo es un enemigo al que no podemos vencer, o al menos no en nuestra escala temporal.

Usted ha sugerido que a largo plazo las consecuencias de un accidente nuclear civil son peores que las de una bomba nuclear.

En Hiroshima y Nagasaki hubo centenares de miles de personas que murieron quemadas o sufrieron terribles enfermedades a causa de la irradiación. Ese es un horror que no puede negarse. Pero en el caso de una explosión intencional, la reacción va hasta el final y hoy en día, como usted lo sabe, las ciudades han sido reconstruidas y la región es habitable. En el caso de un accidente, la reacción continúa durante siglos, sin que siquiera podamos acercarnos para tener una idea de lo que está ocurriendo. Las consecuencias de la bomba son monstruosas, pero, hasta cierto punto, previsibles, mientras que las de un accidente, por definición, entran en el terreno de lo que no podemos calcular.

…continué leyendo en EL ESPECTADOR

 

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