El país de entonces, el país de ahora
Los periódicos del señor Anastasescu
Sergiu Anastasescu abre la gaveta más baja de uno de los armarios y saca un arrume de periódicos que pone sobre la mesa de centro de la sala. Estamos en Turnu-Drobeta-Severin, una ciudad de cien mil habitantes junto al Danubio. Bajando desde el centro, donde Ceausescu hizo instalar una fuente que al girar cambia de forma –y que ahora que todos los teatros han cerrado parece ser el principal atractivo de la ciudad–, la casa del señor Anastasescu es la primera de la calle luego de una sucesión de edificios, todos de fachadas planas y casi todos con el concreto a la vista. En una calle cercana hay otra casa en pie que incluso conserva sus jardines: es una de las mansiones de descanso de Ceausescu. El señor Anastasescu dice que el Conducător nunca la visitó, , que en los años que estuvo en el poder no hubiera podido visitarla todas las casas de verano que tenía regadas por todo el territorio de Rumania.
El último de esos años fue 1989. Durante todo ese año parecía inminente que al señor Anastasescu le llegaría la orden de desalojo: jnto a su señora y sus dos hijos debería mudarse a un apartamento asignado por la misma oficina que entregaría a nuevas familias las “unidades habitacionales” de los bloques que se construirían en el terreno de la casa donde él había nacido. Una orden similar le había llegado en algún momento de los setenta, antes de que sus hijos nacieran. Esa vez un hombre del Partido había golpeado a su puerta: “Camarada Anastasescu”, había dicho, “usted tiene demasiado espacio en su casa. Desde ahora la compartirá con otra familia”.
Aunque la casa sigue teniendo una biblioteca en cada cuarto, el primer recuerdo de sus huéspedes que le viene al señor Anastasescu es que le dañaron muchos de los libros que había heredado de su padre. Dice que eran ruidosos y desaseados, “Gente que no había vivido en la ciudad”.
En Rumania los intelectuales (en el sentido amplio de la palabra, los que leen y escuchan música extranjera) mantuvieron siempre una cierta distancia con las clases populares, las veían como traidores históricos que “cambiaron la libertad por la comida fácil”. Esas son las palabras de una amiga cercana del señor Anastasescu. Los dos hablan perfecto francés: era el idioma extranjero que se podía aprender, primero porque tener material en inglés habría sido demasiado arriesgado y segundo porque las editoriales francesas enviaban encantadas, y gratis, los libros que les pidieran desde el otro lado de la Cortina de Hierro.
“Imagínese lo que pensaban en Gallimard cuando recibían mi correspondencia de profesor de filosofía que dictaba historia porque para los comunistas rumanos la filosofía no tenía cabida en su nueva sociedad. Los paquetes llegaban abiertos, o a veces no llegaban, pero nunca dejaron de enviarlos”.
El señor Anastasescu nunca recibió la visita personal de los agentes de la Securitate, pero sí a su colega. Le hicieron saber que los libros que tenía eran sólo para ella, que no los prestara ni los hiciera circular.
“Uno sabía que ese compañero que preguntaba ‘Qué dijeron ayer en Radio Free Europe’ o ‘quién te ha visitado por estos días’ era un informante de la Securitate. Cuando todos nos acabamos de convencer de que cualquier persona con la que hablábamos era un agente, los comunistas necesitaron recurrir menos a la violencia”, dice Anastasescu mientras acaba de extender su colección de periódicos.
Son ejemplares de Romania Libera de diciembre de 1989, amarillentos y bien ordenados. Están impresos en blanco y negro por física no había con qué imprimir en color. Era la peor etapa del plan de racionamiento que Ceausescu impuso a sus ciudadanos con el objetivo de pagar la deuda externa. El titular de la edición del 16 dice: “Las predicciones de crecimiento para 1990 demuestran la vitalidad del socialismo en nuestra patria”. Lo acompañan dos gráficas de líneas crecientes, una recta y la otra parabólica. El señor Anastasescu me muestra las páginas interiores: en cada edición hay o un comunicado oficial o una entrevista al presidente. “Todos sabíamos que las previsiones y los balances eran arreglados” dice el señor Anastasescu. Pero un instante después se corrige: “Ni siquiera arreglados, se inventaban porque ni había cifras para modificar”.
La edición del lunes 18 de diciembre reproduce una entrevista del Teheran Times. Ceausescu hablaba de los acuerdos que había concretado en Irán. La imagen del miércoles 20 lo muestra con el presidente Rafsanjani. Ceausescu aparece en las tres fotos de la portada del jueves 21 junto a su esposa Elena, ya de regreso en Bucarest. Él lleva sombrero; ella, abrigo largo. Una de las otras dos lo muestra aún en Irán, la otra dando un discurso cuyo texto ocupa casi toda la primera página.
“Y sin embargo, de lo que todo mundo hablaba era del recuadro”, dice el señor Anastasescu. Se refiere a las ventiún líneas en la esquina inferior izquierda de la página que reproducían el decreto presidencial en el que, “invocando el artículo 14, punto 75 de la Constitución Rumana y, como consecuencia de actos vandálicos y de terrorismo”, Ceausescu decretaba el estado de excepción en el departamento de Timiş.
El señor Anastasescu dice que nunca antes un decreto sobre el orden público había aparecido publicado en el diario nacional, no al menos en la época de Ceausescu porque oficialmente las cosas siempre iban mejor. “Nos imaginábamos una represión violenta pero a nadie se le pasó por la cabeza que los actos vandálicos de los que hablaba el decreto eran una insurrección que ya se había extendido hasta Bucarest”.
Romania Libera no llegó al día siguiente, esa misma tarde comenzaron los rumores. “Era como lo que pasa después de un terremoto, la gente sale a la calle y se cuenta cosas. No había autos y si los comerciantes abrían sus negocios era para sentarse en la puerta. La radio había dejado de transmitir y tampoco había informaciones en las estaciones serbias que se podían captar desde el otro lado del río. Entonces, mis compañeros venían a preguntarme cómo se sintonizaba Radio Free Europe. Ahora lo hacían por pura curiosidad y no por trabajo de inteligencia”.
“La gente decía que Ceausescu estaba prisionero, pero hasta la mañana siguiente nadie quiso creerlo. Entonces llamamos a los niños a la sala. Les dijimos, ‘Ana, Andrei, Ceausescu era un tipo malo’ ”.
Los hermanitos se quedaron esperando que les dijeran que podían irse. Era uno más de esos anuncios solemnes de familia. El señor Anastasescu también se quedó callado un momento antes de dar una explicación: “No habíamos podido decírselo antes. Si ustedes lo decían en la escuela, íbamos a tener problemas”. Ana se adelantó para hablarle al oído. Le dijo “Habrías podido decírmelo en secreto”.
Ella no recuerda ese detalle, pero sí que al día siguiente dieron Bambi en la televisión y ese fue su primer dibujo animado.

28 Dec 1989, Bucharest, Romania — Romanian Soldier Sweeping the Ground — Image by © David Turnley/CORBIS
Munición de guerra
“Nadie quería a Ceausescu”, dice Alin Vişan, que ha pedido una sopa de pescado en un restaurante de Orşova. En la semana de Navidad de 1989 prestaba su servicio militar en un cuartel cercano a Timişoara. Le digo que la gente debía quererlo al menos un poco, que he escuchado que entre los campesinos aún existen simpatizantes.
“La gente dice que se estaba mejor en esa época, que no había que trabajar tanto para comer. Se les olvida que tampoco había mucho para comer”. Alin tiene una venta de libros usados en un local de quince metros cuadrados. La mayoría de los volúmenes son de escritores rumanos de antes de la Revolución. También hay traducciones de autores rusos y ejemplares en francés de novelas policíacas. Insisto en que, sin el apoyo al menos del ejército, Ceausescu no habría podido sostenerse.
“Apoyo no es la palabra. La gente soportaba a Ceausescu por miedo y por pereza. Del miedo se encargaba la Securitate, pero incluso los informantes, que a ratos parecían ser todas las personas que uno conocía, lo hacían por la pereza de perder los pequeños privilegios que se recibían por delatar a sus vecinos. En la segunda mitad de los ochenta el racionamiento era tan severo que hasta ellos, sin dejar de delatar a quien pudieran, hablaban mal de Ceausescu”.
La primera orden que llegó al cuartel fue no propagar los rumores. Las protestas en Timişoara desde el 16 de diciembre estaban instigadas por los húngaros y los norteamericanos y habían terminado en actos de vandalismo, pero ya estaban controladas. La segunda orden vino al día siguiente de parte de un oficial en pánico “El tipo caminó frente a nosotros y nos dio a cada uno una caja de munición de guerra. ‘La gente está en las calles y va a venir a robarnos las armas. Si se acercan, ustedes tienen la orden de disparar’, nos dijo”.
Era la primera vez que Alin recibía munición de guerra para algo diferente a un ejercicio de tiro. Dice que no sabe si el oficial exageraba por cuenta propia, si había recibido los rumores de alguno de sus superiores o si arriba de la cadena de mando alguien sabía que las dimensiones de la protesta estaban creciendo.
“Teníamos la libertad de disparar. Como soldados debimos haber obedecido esa orden, pero si disparábamos y Ceausescu caía, nos iban a fusilar por traicionar al pueblo y si no disparábamos y Ceausescu no caía, nos iban a fusilar por no cumplir con nuestro deber. Entonces nos quedamos esperando a ver qué pasaba. Precisamente no pasó nada. No hubo órdenes nuevas y en la mañana de Navidad muchos compañeros dejaron sus armas y se fueron a casa sin pedirle autorización a nadie. Pasaron unos días antes de que pareciera que todo había cambiado. Al principio nadie sabía cómo debía seguir la vida ni a quién obedecer, y eso pasaba no sólo en el ejército. Pero antes de fin de año el segundo círculo de poder alrededor de Ceausescu se había tomado el poder”.
Ese “segundo círculo” era un grupo de comunistas duros que en los ochenta había tomado cierta distancia respecto a Ceausescu y que se habría preparado durante años para la caída del régimen. Alin está convencido de que las reacciones de Ion Illiescu, el aliado de Ceausescu que llegaría a ser el primer presidente de la Rumania democrática, estaban planeadas con meses de antelación.
“Por eso a Ceausescu ni siquiera le hicieron un juicio en Bucarest, sabían que mientras estuviera vivo había una posibilidad de que nombrara un sucesor. Fueron los agentes de ese grupo que manejaba la Securitate a espaldas de Ceausescu los que alborotaron a las personas en Timişoara y luego en Bucarest. No podíamos saberlo en ese momento, pero si se estaba dando la orden al ejército de disparar contra la gente era porque les convenía una masacre de la que pudieran culpar al gobierno. Dos meses después de que llegaron al poder, cuando los estudiantes les reclamaron reformas, usaron una estrategia parecida, pero enviaron a los mineros en lugar de a los militares. Ellos, a diferencia de los soldados, no dudaron en atacar”.
El 28 de enero de 1990 los estudiantes salieron por primera vez a la calle después de la Revolución. Pedían una renovación en los altos niveles del gobierno, a quienes consideraban demasiado cercanos a las ideas de Ceausescu como para arriesgarse a implementar cambios de fondo. Al día siguiente, centenares de autobuses y camiones llegaron a Bucarest desde la región de Jiu. Transportaban alrededor de cinco mil mineros armados de picos y garrotes, que resultaron de lejos más eficaces que cualquier escuadrón de la policía antimotines. El método volvería a ser utilizado tres veces en la primera mitad del año que siguió a la Revolución. En la más violenta mineriada se usaron trenes fletados por la oficina del primer ministro. La cifra oficial fue de siete muertos. Las investigaciones posteriores llegaban a hablar de dos centenares.
“Los mineros golpeaban en grupos a cualquiera que llevara mochila o cabello largo. ¿Sabe qué gritaban? Noi muncim, nu gândim: Trabajamos, no pensamos. Cambió el sistema, pero no los que lo manejan. Ayer se llamaban cuadros del partido, hoy se llaman gerentes, y los que se han ido muriendo van dejando a sus hijos. Un grupo muy pequeño utilizó a toda la población rumana para tumbar a Ceausescu y abrirse camino”.
“¿Y no valió la pena?”
“Estamos mejor que durante la dictadura, pero que no vengan a decir que lo que pasó en el 89 fue una revolución popular. Las revoluciones populares no existen”.
Bananos antidepresivos y naranjas de Navidad
“Cuando me deprimía en mi adolescencia, que creo fue larga, tenía un recuerdo que me servía para subir el ánimo. Era el del día que mi papá llevó a la casa un racimo de bananos”.
Roxana Murgu es la encargada de las relaciones de prensa de los estudios de cine MediaPro, que en la época comunista se llamaban Buftea, como el suburbio de Bucarest donde están ubicados. Además de servir de set de producción económico y muy bien equipado para una larga lista de directores europeos, los estudios siempre estuvieron a disposición de los directores consentidos del régimen.
Le pregunto a Roxana si escogió el color de su carro –un deportivo amarillo– por el recuerdo de los bananos. Dice que tal vez, inconscientemente. “Era una fruta que conocíamos por los libros del colegio, pero nunca habíamos podido probar. Un día mi papá apareció con un racimo enorme. No recuerdo de dónde lo sacó, pero sí que no sabíamos si se comía con cáscara o no y que el sabor no se parecía a ninguna otra cosa del mundo”.
Si en Rumania no existían los bananos era como consecuencia de lo que fue la etapa final del comunismo à la Ceausescu. Antes de la llegada al poder del hombre que se mandó hacer un cetro real y pedía ser llamado “el Genio de los Cárpatos”, el país había pasado por un modelo estalinista, donde la tierra se colectivizaba a la fuerza y los opositores eran reeducados en prisión a punta de tratamientos que mezclaban lo mejor de La naranja mecánica y 1984. Como a Ceausescu no le acababa de gustar el imperialismo soviético inició un programa de independencia, criticó la invasión de Praga en el 68 y rompió relaciones con Israel tras la Guerra de los Seís días. Así se convirtió en el líder comunista preferido de los occidentales; incluso el gobierno francés lo nombró miembro de la Legión de Honor por el gobierno francés.
Luego buscó otros modelos. Los encontró en Mao y Kim Sung II.
Los “grandes trabajos” urbanísticos que emprendió, y que destruyeron la quinta parte de Bucarest, tienen, más bien, inspiración napoleónica. Los bloques que bordean la avenida por la que voy con Roxana son parte de ese plan. En algunos sectores los propietarios se han preocupado de mantenerlos en un relativo buen estado, en otros las paredes se han descascarado al punto de que es imposible saber el color original; hay postales medio en broma con fotos de esos bloques que dicen I ♥ Bucarest. La ciudad es un museo abierto de arquitectura, en 180 grados de giro con la mirada pueden verse una iglesia ortodoxa del siglo XV, una construcción de los años veinte estilo París y otra estilo Berlín y bloques en todos los estados de conservación. En el centro la variedad es incluso vertical: al lado de las calles completamente destapadas en proceso de reparación, los andenes se llenan de cafés con terrazas al aire libre, los segundos y terceros pisos muestran el cemento a la vista favorito de los arquitectos del régimen comunista y por las ventanas de los últimos pisos de esas mismas casas se asoman niñitos gitanos sin camisa. Ya no piden dinero. La mendicidad está oficialmente prohibida en Bucarest, y la medida funciona. Aunque alguien hace una broma al respecto: “La verdadera razón por la que ya no hay mendigos es que, ahora que los rumanos somos europeos, todos se han ido a pedir a Champs Élyssées”.
También el índice de criminalidad ha disminuido, pero Roxana comparte una preocupación más grave con la mayoría de los rumanos de esa generación suya que cambió el ţuică por margaritas, martinis y manhattans, y aprendió español masivamente porque cuando cayó el régimen había que pasar algo en la televisión y lo más barato que los nuevos propietarios de las cadenas encontraron en el mercado fueron telenovelas, que no siempre tenían tiempo para mandar traducir.
“No puedo llegar muy tarde a casa: de donde dejo el carro a mi puerta hay perros callejeros”, dice Roxana. No había entendido el miedo que los rumanos tienen a los perros callejeros. Uno llega a comprender que en las regiones rurales el hecho de salir a caminar sin un bordón sea visto como un acto temerario, pero es más difícil entender que incluso las personas jóvenes que siempre han vivido en la ciudad se obliguen a cambiar de itinerario porque en este o aquel parque (y lo dicen como una razón evidentísima) “hay perros callejeros”.
Vine a entenderlo cuando los vi de cerca. A diferencia de los canchosos del resto del mundo, que caminan con la cola baja y mirando al suelo, los de Bucarest andan en clan y mirando al frente; uno diría incluso que miran a los ojos. Verdaderas pandillas con un líder, que es el que tiene mejor tumba’o al caminar y al que los demás siguen, apenas un poco menos arrogantes.
“Hay otro recuerdo”, dice Roxana. Luego me cuenta la historia de las naranjas, que ya he escuchado a otras personas de su edad –entre ellos, a los hijos del señor Anastasescu–. Cada 24 de diciembre el padre de familia salía en la madrugada a hacer la fila en el comisariato del pueblo. Teóricamente a cada familia le tocaba un regalo idéntico –un bulto de naranjas–, pero el comisario o el transportador podían tomar su cuota y dejar con las manos vacías a quienes llegaran de últimos. La distribución comenzaba ya de día, aunque amanece tarde en el invierno rumano. A eso de las doce los niños veían llegar a su padre con el bulto y se ponían de inmediato a comer las naranjas que pelaban con las manos. El bulto duraba hasta la primera semana de enero. Duraría menos si los papás no fueran drásticos, pero había que dejar algunas para que la mamá hiciera conservas, que era la única manera de poder comer algo con sabor a naranja al menos en febrero. Ninguna familia rumana tenía la posibilidad de ver una naranja hasta la siguiente Navidad.
El 21 de diciembre de 1989, Nicoale Ceausescu, el zapatero sin éxito que se abrió camino entre los cuadros del Partido gracias a su perfil moderado, se asomó a su ventana para dirigirse a su pueblo. Habló de un aumento de salarios, y por primera vez en 34 años lo chiflaron; él lo atribuyó a problemas con el sonido. Cuatro días después lo fusilaron junto a Elena contra el muro de una base militar en medio de una nevada. Tres soldados les dispararon con munición de guerra, pero prácticamente todo el regimiento se había ofrecido como voluntario. El 24 no hubo naranjas. Al día siguiente el Romania Libera volvió a llegar a la casa del señor Anastasescu. Por primera vez el nombre del diario estaba en tinta de color. Lo de menos es que ese color fuera rojo. El primer titular decía “Vencimos el miedo”. Entre ese texto y un comunicado del grupo de (ex)comunistas que había tomado el poder bajo el nombre de Frente de Salvación Nacional, podía verse la imagen de un pesebre y una felicitación de cumpleaños al Niño Jesús.
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